MARCELA
Texto: Jesús C. Palomo Lopera
Ilustración: Juan E. Latorre
Su sueño era abandonar el cristal. Esa prisión vítrea en la que nació ya sepultada. Esa imagen real de representación de la realidad que le hizo dormir con la esperanza de la humanidad. Atrapada en trozos de cristal de colores nunca se planteó su propia existencia hasta que llegó ella. Así, aprendió a envidiar a su remedo material en madera que, un buen día, vino traído por manos voluntariosas y se reconoció en su porte, en su figura. Empezaron siendo sólo visitas furtivas, de madrugada, en donde apenas descabezó del sopor del sueño. Allá tan lejos como estaba. Pero un día llegó para quedarse. Entonces no pudo por menos que reflexionar en sí misma. Se reconoció espejo de colores, allí, en todo lo alto de la capilla mayor de la catedral hecha en joya de piedra tallada. Y se miró, y se vio muchos años en los que estaba en esa misma posición: mujer de cabeza cubierta con un rico velo, de pie con una pierna adelantada, los brazos extendidos, la mirada llorosa perdida en el más noble esfuerzo de la Piedad. Imagen de aquella Marcela, hebrea caritativa que no pudo resistirse a un impulso de humanidad con aquel reo ensangrentado camino de su calvario, caminando su vía dolorosa. Curiosa contradicción, su impulso humanitario fue recompensado por la divinidad. De su lienzo enjugado con el sudor y la sangre y la mella del dolor y el miedo humano, surgió la impronta divina, la huella de la deidad. Desde entonces, aquella noble y buena mujer, Marcela, no dejó de acompañarlo en tan bello gesto, siempre con aquel pañuelo con su cara impresa en sus manos, y así, el Rostro de Dios se guardó en Jaén, en una rica urna, en una bella capilla, bajo los cristales de colores que marcaron el lugar. Esos trozos vidriados, estañados entre sí, que viven de la luz y el sol para indicar el Santo Lugar donde la Piedad se hizo leyenda y donde Jesús quiso dejar su mirada al mundo entero prendida de las manos de una mujer. Esa mujer en cristal que envidiaba a la de madera por tener el privilegio de andar el camino al paso del Nazareno, delante de su paso, a un instante de su paso, a la vez de su paso, con Él.
La vez que vino a quedarse, bajo el dosel de bóvedas baídas, intentó hablarle. A ella, tan remilgada y asceta. A ella, tan llevada y alabada. A ella, tan cercana y próxima a su cara. A ella con cuerpo de tres dimensiones. Le intentó hablar de su propio color, que al sol refulgía como cien piedras preciosas, iluminando su cara. Intentó decirle que, en todo su esplendor cromático, siempre le faltaban los más preciados colores, y que ella, la Verónica de dulce madera, los poseía cada Viernes Santo. Los colores que se desparraman más allá de las puertas de su hermosa jaula de piedra. Al final le confeso su pena, su dolor, pues si de colores existía, y entendía, como era posible que en su misma casa, ella, la Verónica de madera, portada por hombros femeninos, pudiera disfrutar, alabar, atesorar, saciarse en los más necesarios de todos ellos: los de Jesús Nazareno de Jaén, camino de sus calles, llevado por sus devotos y rozado por su oraciones... El final llegó y una tarde de un frío noviembre se marchó Verónica, portada por sus mujeres, se marchó Jesús, el Nazareno de los descalzos, a su casa recuperada y se quedó sólo con su razón de vitral, alumbrando el cielo escaqueado de la bella catedral, pero sin poder hablar con su remedo de madera. Hace unos días, alrededor de cuarenta, Nuestro Padre Jesús volvió a su luz de ventana vidriada, entrando por la puerta del Perdón y dejando un bautismo de cera en las nuevas baldosas de la plaza recién remodelada, pero sólo volvió de visita y no olvidó dejarle un mensaje de Verónica, que nunca más pisará las baldosas blancas y negras a sus pies: “Señor de Jaén, dile a la luz que roza tu cara, dile a la mujer de cristal que porta tu rostro, dile a los colores que iluminan las piedras del templo, diles que:
NEGRA es la noche que te acoge.
NEGRAS son las sombras penitentes que te alumbran ceñidas de luz de cera.
ROJO es el amanecer que alborea en tu mirada.
ROJOS son los pétalos cariofiláceos bajo tu paso humilde camino del sacrificio.
MORADO es tu andar en la lejanía de calles angostas.
MORADOS son los reflejos del sol en bordados tejidos con el hilo de las oraciones de tus devotos.
BLANCA es la confianza y la fe en tu perdón.
BLANCAS son las lágrimas derramadas por la alegría de verte un año más en tu eternidad.
Pero de MADERA es tu Cruz, incolora como el pecado del mundo, maciza como el peso de la Redenció
TRAS TUS PASOS
Texto: Jesús C. Palomo
Dibujo: Juan E. Latorre
Las calles de Jaén se quedan huérfanas sin tu presencia. Sienten tu vacío que apenas se colma con la alegría de verte andar cada madrugada de Viernes Santo. Esta vez es extrañamente diferente.
El peso del madero es más grande que nunca. Y lo digo con causa. Desde que llegué de mis lejanas tierras libias, no he dejado ni un solo instante de sostener una pequeñísima parte del peso de tu carga. Yo, Simón de Cirene, también quise estar a tu lado, en un principio impelido por un centurión y luego por tu magnética persona. No me importa ayudarte en tu tarea. Demasiada cruz soportas. Todas las cruces son flores si las sabéis llevar. Soportadlas con paciencia que Jesús os sostendrá. Hoy está vacía de tu hombro, desamparada de tus manos. No me acostumbro a no ver tu espalda encorvada y tu cabeza inclinada ante la redención, siempre detrás de ti, que quise adelantarte, ser yo el que la sostenga y, aunque sea por un breve momento, aliviarte de tu peso. Pero TÚ siempre me dices NO. Que es tu tarea. Que es tu pueblo de Jaén el que lo espera, el que lo necesita y que no puedes abandonarlos. Esta vez no estás un paso por delante de mí. Me siento extrañado y pregunté porqué no estás ahí, bajo la cruz. Ahora estoy más tranquilo porque ya averigüé que estás donde debes estar: en el corazón de todos los jaeneros.
MÚSICA PARA EL ABUELO
Texto: Jesús C. Palomo
Dibujo: Juan E. Latorre
Asomado a un balcón, todavía no premonitorio, esperaba impaciente. Había repasado su indumentaria varias veces, la camisa blanca, pantalones de pana, toalla de manos sobre los hombros y calzado de suela de esparto para no resbalar. Se sabía el recorrido de memoria. Entraría en la puerta de su casa para recorrer su calle hasta girar a la izquierda por la cuesta de Ropa Vieja y así ya siempre subiendo, por la Plaza de Santiago, bajo el Arco de San Lorenzo y Maestra Alta hasta la Plaza y la Iglesia de La Merced. En un momento, los vítores y el murmullo le indicaron que Él se aproximaba. El día era espléndido, despejado el cielo, un sol de abril picajoso a esa hora, cerca de la una de la tarde, hacía aún más bella la Procesión de Viernes Santo de ese año. Cuando Nuestro Padre Jesús estuvo a la altura de la puerta de su casa, ya estaba esperando a pie de calle. “¿Estás seguro, Emilio?” le preguntó Antonio, el fabricano, con el faz del caperuz levantado sobre la cabeza. “Más que nunca”, le respondió. “Pues vamos adelante, Maestro” le dijo levantando los faldones del trono, a la vez que dentro, los porteadores pagados, le hacían un sitio hacía el final de una de las filas. No era infrecuente que a veces algún cofrade promitente les acompañara parte del recorrido. Bajo el trono de Jesús la visión era diferente. Los ojos ya no sirven y entra en juego la nariz y el oído. Apoyó los hombros en las andas y a la indicación del fabricano por los respiradores: un “Señores, con Él arriba lentamente, que nos vamos...” todos los hombres haciendo fuerza se levantaron al mismo tiempo. Desde ese momento cerró los ojos. Sintió el peso, como una losa sobre sus hombros, nada acostumbrados al dolor y al esfuerzo, y percibió con claridad el olor de la madera mezclado con el agrio sudor de los hombres, el penetrante incienso de los monaguillos, el áspero de la cera quemada... Ante ellos se hicieron innecesarios sus ojos. Al principio estuvo atento a respirar acompasadamente para obviar el dolor en su cuello y espalda, luego, cada paso, lento, de la marcha pausada y embelesadora, le hizo mecerse y poner su atención en el ruido de la gente, invisible, a su alrededor, los nazarenos que no cesaban en su fila a ambos lados del trono, las indicaciones del fabricano y las de los miembros de la junta de gobierno, las voces, los vivas y los vítores, enfervorizados, violentos al tímpano, ahogados en la garganta por la emoción, la respiración agitada de sus compañeros portadores, el leve roce de los pasos sobre los adoquines...
El crujir de la madera y de los respiraderos a cada paso de costero a costero, enmudecieron en su cabeza, ocupada de repente, como en un sueño imposible de frenar ni de controlar, por una música gestada en su mente, nacida en sus entrañas. Una fanfarria, un tema principal, un fuerte de bajos, un puente y un trío final nacieron bajo el peso del Nazareno de mirada ausente, encorvado por la cruz de palosanto una mañana jaenera de abril de Viernes Santo. El recorrido se le hizo un suspiro, llevado en volandas por unos pasos mudos y sordos, que dejaron una melodía, una música, una composición por la que ha pasado inmortal a la historia. Al salir de bajo el trono, le esperaba Antonio Delgado, el fabricano, “¿Que tal Emilio?”, le preguntó. “Lo tengo” le dijo con los ojos en lágrimas, abrazándole. Así concibió el Genio Maestro Emilio Cebrián, su “Marcha a El Abuelo”, mientras fue Director de la Banda Municipal de Jaén. La composición de Semana Santa más universal de toda España. A veces no somos conscientes cuando estamos oyendo un fragmento de música, de que va a marcarnos un tiempo de nuestra vida que luego al evocarlo sonará con ella o al sonar la música nos lo recordará, por encima de otras muchas músicas, miles, que tenemos en nuestra cabeza justo en ese momento, justo en esa época. Los giennenses que tuvieron el privilegio de escuchar el 24 de marzo de 1935 bajo el templete de música que se encontraba en la Plaza de Santa María, el estreno de la obra de Cebrían, no pudieron imaginar que esos sones pasarían a formar parte del genotipo de todo jaenero, le guste o no le guste la Semana Santa, ame o no la música, sea o no sea creyente. Basta un par de segundos para reconocerla y menos aún para que se te erice el vello de la nuca diciendo: esa es mi tierra de Jaén, me encuentre en ella o en Pekín.