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Manuel López Pérez

Cronista de la Cofradía

  

LA COFRADÍA DE N. P. JESÚS NAZARENO :

425 AÑOS DE FE, ESPERANZA Y CARIDAD

 

25 –Octubre - 2013

 

 

 

Agradezco las amables palabras de presentación del Hermano Mayor, dictadas como siempre desde el afecto y la amistad.

Y auque pueda estimarse como un cumplido obligado en el exordio de toda conferencia, quiero agradecer a la Cofradía y a su Junta de Gobierno el honroso encargo de cerrar el ciclo de conferencias organizadas con motivo de esta efeméride.

Lo agradezco doblemente. Primero, por cuanto ofrece una oportunidad mas para acercar al conocimiento de los cofrades el histórico devenir de esta hermandad. “Nadie ama lo que no conoce”, asegura el viejo adagio. Y en verdad, un mas amplio conocimiento de nuestra Cofradía nos puede ayudar a reforzar nuestro compromiso con ella. Y luego, porque se posibilita el dar una visión, objetiva y real, de cuales son las esencias y la trayectoria histórica de la imagen y Cofradía, tantas veces distorsionada por leyendas y fabulaciones que es preciso desterrar de la memoria colectiva.

Hecha esta agradecida y obligada introducción, podemos pasar al tema que aquí nos congrega.

Como decían los historiadores del siglo XIX cuando se enfrentaban a hipótesis y teorías de difícil justificación o comprobación documental, los orígenes e inicios de la Cofradía de N. P. Jesús Nazareno y su venerada imagen titular “…permanecen envueltos en la espesa niebla de los tiempos…”.

Y así lo debemos admitir, sin caer en la subjetiva debilidad, -como se hizo en algún tiempo-  de intentar justificar lo injustificable trayendo a colación leyendas y crónicas fabuladas e ingenuas con las que reescribir una imaginativa crónica, donde cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Somos muchos los investigadores que revolvimos desde hace años, revolvemos y revolveremos los polvorientos papeles de los mas diversos archivos buscando afanosamente esos lejanos orígenes, pero hasta hoy poco hemos conseguido sacar en claro. El apresurado e insensible desmantelamiento, allá por 1835, del Convento de San José para convertirlo en cuartel y la sempiterna despreocupación cofrade por el patrimonio documental, motivaron la pérdida y extravío de piezas documentales que hoy serían claves para el estudio del tema.

Como suele ocurrir con todas las imágenes, devociones o cofradías especialmente señeras del patrimonio de nuestra religiosidad popular, desde hace siglos algunas manos, tan interesadas como equivocadas, se han empeñado en correr tupido velo sobre unos orígenes que sin duda estuvieron en su momento bien y prolijamente documentados.

Más si en verdad queremos ser rigurosos y objetivos, hemos de asumir con naturalidad que la imagen y cofradía de N. P. Jesús Nazareno tiene su origen y raíz en una incierta horquilla cronológica que va del 5 de junio de 1588, día de la apertura del Convento de San José, al 29 de abril de 1594, fecha a la que se refiere la mas antigua alusión documental a la Cofradía conocida hasta ahora. Y que a diferencia de las más de nuestras hermandades, es una de las pocas en las que no podemos fijar con precisión su fecha de nacimiento.

Por tanto, el estudio de nuestros orígenes tenemos que hacerlo partiendo de una elemental y certera secuencia sobre la que si poseemos datos precisos: la apertura de la iglesia y convento de San José de los PP Carmelitas Descalzos, la inmediata adquisición para su iglesia de una imagen de Jesús Nazareno y la no menos subsiguiente creación de una cofradía penitencial que atendiera, promoviera y difundiera, en íntima unión con los PP. Carmelitas, la devoción a tan santa imagen.

Partamos pues de este obligado esquema.

La talla de la imagen de N. P. Jesús, los inicios de su culto y devoción y la fundación de su cofradía, tienen  raíz en un espacio temporal clave en la historia de la ciudad de Jaén.

La finalización de la Reconquista, la atrayente aventura colonizadora del Nuevo Mundo y por último la liquidación militar de la rebelión de los moriscos en la Alpujarra granadina, motivaron, desde el último cuarto del siglo XVI, la inevitable y paulatina decadencia de la capital del viejo Reino de Jaén y el arraigo en sus gentes de crónicas dolamas que afectando decisivamente a nuestra autoestima determinarían, a la postre, las preocupantes carencias y vicios de nuestro tejido económico y social, que ya el Deán Martínez de Mazas advirtió en 1794, algo que todavía es bien perceptible pues nunca se corrigió.

Desde mediados del siglo XVI, perdida ya la gloriosa condición de ciudad avanzada de Castilla y defensa de la frontera, Jaén se amodorra en sus pasados esplendores. La pequeña nobleza y las clases dirigentes, comienzan a practicar el absentismo y las rentas que cobran aquí las invierten en otros lugares. No se promocionan las artes y las industrias y la economía se cimienta tozudamente en la actividad agro-ganadera. La aventura americana, que llena de progresiva prosperidad a Sevilla y Cádiz, hace que Jaén se vaya quedando alejada de las grandes vías de comunicación y configurándose como una gris ciudad de interior por la que las gentes pasan con prisa camino de Granada o Córdoba.

Jaén, a estas alturas de la Historia, sigue siendo una ciudad “abundante de todo abondamiento” como la calificó el sabio rey don Alfonso X, orgullosa de su condición de antiguo Reino con voto en Cortes, convencida de seguir siendo “guarda e defendimiento de los Reinos de Castilla”, pero no pasa de ser una ciudad en la que, como hoy, sus clases dirigentes no aciertan a diseñar un plan de acción y actuación que dejándose de ensoñaciones y pasadas grandezas promueva de forma práctica y tangible el desarrollo económico-social de sus habitantes y rentabilice su estratégica situación como cruce de caminos.

En contraste con la decadencia material, la segunda mitad del siglo XVI nos manifiesta una ciudad donde el hecho religioso ofrece una dimensión esplendorosa.

Las pingües rentas de que goza el Obispado de Jaén y su Cabildo Catedral,  determinan que a Jaén afluya un sector eminente de la clerecía española. Ser obispo o canónigo en Jaén era una oferta codiciosa para muchos clérigos de reconocida alcurnia social o intelectual, que una vez arraigados en la ciudad se dejan ganar por ella, trabajando apasionadamente para elevar el nivel espiritual y material de sus gentes.

Y la posesión de la reliquia del Santo Rostro, cuya veneración  alcanza en estos años sus mas altas cotas, hace afluir a Jaén riadas de peregrinos que universalizan nuestra Catedral.

En este contexto histórico-religioso llega a Jaén en 1580, procedente de Astorga, el obispo don Francisco Sarmiento de Mendoza, un prelado de excepcional dimensión personal y apostólica, que regirá la Diócesis hasta su fallecimiento en 9 de junio de 1595, luego de haber preferido nuestra silla episcopal a la Presidencia del Consejo de Castilla que le ofertaron tres años antes.

El obispo Sarmiento de Mendoza era consciente de los benéficos influjos que en muchos pueblos, villas y ciudades estaba ejerciendo la Reforma Carmelitana impulsada por Teresa de Jesús y Fray Juan de la Cruz.

Jimena Jurado, en la semblanza que le dedicó en 1654 destacaba como “…favoreció mucho a los PP. Carmelitas Descalzo y casi todos los conventos que tienen en este Obispado se fundaron en tiempos de este prelado con gran beneplácito suyo…”.

Ciertamente el obispo Sarmiento fue interviniendo en la fundación de seis conventos de frailes descalzos y dos de monjas, a mas de trabajar ilusionadamente por la creación de otros dos en la ciudad de Jaén que no llegaron a hacerse realidad.

Ofreció a los Descalzos, en 1583, la renombrada ermita de La Fuensanta, en las inmediaciones de Villanueva del Arzobispo, para que se instalaran en ella. En 1585 se funda el convento de la Asunción y San José de Carmelitas Descalzas en la villa de Sabiote. Al año siguiente, el 12 de octubre de 1586, con intervención directa de San Juan de la Cruz, abre el convento de La Concepción de Mancha Real. En 1587 promueve la llegada de los carmelitas a Úbeda al que será monasterio de San Miguel. Le seguirá el 4 de junio de 1588 el convento carmelitano de San José de Jaén por el que el obispo mostrará sus preferencias. Luego, el 27 de agosto de 1589, se abre el convento de La Encarnación de Andújar. El 10 de octubre de 1590 el convento descalzo de la Encarnación en Alcaudete. Ese mismo año se intenta abrir casa en el Santuario de la Virgen de la Cabeza y precisamente el día de su fallecimiento, abren las Descalzas de Úbeda su monasterio de La Concepción.

El obispo Sarmiento de Mendoza era profundamente conocedor del carisma de la Descalcez, manteniendo cordiales relaciones con el P. Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, “…hombre de muchas letras y entendimiento y modestia, acompañado de grandes virtudes toda su vida…”, al decir de Santa Teresa, con la que había contactado en Beas en febrero de 1575 y que por su oficio de Visitador Apostólico de los Carmelitas frecuentaba el Reino de Jaén. Y por ese conocimiento y convencimiento, tenía vehemente deseo de que los Descalzos abriesen casa en la capital de la Diócesis.

Tras no pocos intentos para buscar las bases materiales y económicas que hiciesen posible la apertura del ansiado convento carmelitano, la ocasión se le presentó de la mano del canónigo don Juan Gutiérrez de Godoy.

El canónigo Gutiérrez de Godoy no había sido un clérigo de vida ejemplar y ajustada a su ministerio, por lo que había tenido algún que otro enfrentamiento con el obispo Sarmiento. El Padre Gracián alude a él con esta clarificadora parrafada: “…Había en Jaén un canónigo muy viejo llamado el canónigo Godoy, con quien el obispo había tenido mucho trabajo porque había vivido muy descuidadamente y así era ordinario o tenerle preso o andarle castigando…”.  Ya se sentía anciano y decrépito y quizás vislumbrando el ocaso de su azarosa vida quiso reparar sus humanas miserias y atendiendo el consejo de su obispo accedió a donar buena parte de sus propiedades, sitas en el arrabal de Santa Ana o Puerta de Granada, para que los Descalzos abrieran casa e iglesia.

Lo cuenta así el P. Gracián: “…Viéndose este canónigo muy enfermo y movido con espíritu del Señor y deseo de dar gusto al obispo, trató con él que daría, desde luego, unas casas que tenía con un molino de aceite y una huerta con dos fuentes, posesión que estaba apreciada por lo menos en ocho mil ducados. Aceptose e hízose la escritura de ella y ofreciose el señor Obispo a labrar la iglesia y ayudar a labrar y comprar otras casas que eran necesarias para que desde luego comenzasen…”

Así tras los trámites de rigor, el 5 de junio de 1588 abría sus puertas el Convento de San José de los PP Carmelitas Descalzos.

Su iglesia era inicialmente de elemental arquitectura y ajuar y hasta 1619 no se pudo concluir y dejarla con cierta holgura y empaque, acomodada en todo al esquema y traza de los templos carmelitanos.

Abierto el templo al culto, pronto las humildes gentes del contorno, en su mayoría hortelanos, pequeños agricultores y algunas familias hidalgas, manifestaron su predilección y asiduidad por el servicio religioso que se ofrecía en aquella casa y colaboraron gustosamente en las propuestas que emanaban de los Descalzos.

Una de las primeras, fue implantar en la iglesia el culto y devoción a la figura de Jesús cargado con el madero de la cruz.

Son aquellos unos años en los que empezaban a tomar auge y protagonismo las cofradías penitenciales. Hasta entonces en Jaén proliferaban  cofradías de muy diverso origen y matiz, bastantes de origen medieval, pero organizadas mayoritariamente como asociaciones gremiales o de clase, cuyos componentes, casi siempre en número reducido y en “nómina cerrada”, se ponían bajo una advocación religiosa a la que daban culto y a su devoción se fijaban un objetivo benéfico de ayuda mutua en casos de enfermedad, muerte o extrema necesidad.

Pero desde que, como consecuencia de la doctrina emanada del Concilio de Trento, las diferentes órdenes religiosas dieran en la práctica de acercar a los fieles a la veneración de los episodios pasionistas mas estrechamente ligados a su historia y carisma, cada convento solía distinguirse por una imagen y advocación específica en torno a la cual se creaba la correspondiente cofradía.

Así los franciscanos se identificaban con la Santa Vera Cruz; los Carmelitas Calzados con el pasaje del sepulcro de Cristo y la Soledad y Tranfixión de la Madre de Dios; los Dominicos, con la Quinta Angustia de María Santísima y la devoción a las Cinco Llagas. Los trinitarios con la Última Cena y la Santa Agonía en el huerto de los olivos…  Y los Carmelitas Descalzos, considerando la prodigiosa visión que Fray Juan de la Cruz había tenido en aquellos días de 1588 en el convento de Segovia ante una pintura de Jesús con la cruz al hombro, se decantaron con la paciente figura de Jesús Nazareno camino del calvario.

En consecuencia y a título particular, algunos frailes, con la colaboración de ciertos labradores del arrabal, recogieron limosnas para dotar a la iglesia conventual de San José de una imagen de Jesús Nazareno.

Desconocemos con precisión las circunstancias de aquella decisión. Según una misteriosa “información jurídica” que los PP Carmelitas Descalzos instruyeron en 1703 ante la Audiencia Episcopal y que anda perdida desde tiempo inmemorial, “…la imagen de Jesús la habían hecho a sus expensas entre cuatro o seis labradores de la Puerta de Granada donde estaba sito el Convento de San José, con las limosnas que dieron y otras que juntaron tres o cuatro religiosos carmelitas con su diligencia y agencia…”.

En la introducción que los PP Carmelitas hacen a la Novena de Jesús Nazareno editada en 1826, volverán a insistir en el puntual origen de la imagen.

“…Los Descalzos –afirman- han profesado en todo tiempo singular devoción a Jesús Nazareno, engrandeciendo sus iglesias con excelentes imágenes de Jesús llevando sobre sus hombros la cruz. Este cuidado y empeño de los PP Carmelitas  Descalzos, trascendental en todas sus fundaciones, lo tuvieron muy particularmente en la fundación del convento de Jaén y lo mas pronto que les fue posible colocaron en su iglesia una imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno hecha con todo el primor del arte, costeada con las limosnas que los religiosos recolectaron acompañados de varios labradores de la Puerta de Granada. Así consta de la información jurídica que estos Padres conservan en su archivo…”

Se ignora de que taller salió la imagen. Pero hay sólidos fundamentos para pensar que fue tallada por el genial escultor e imaginero Sebastián de Solís al que en aquellos días se consideraba justamente como “…el mejor oficial que hay en esta ciudad y su Obispado…”.

La imagen, de talla completa, se hizo para ofrecerla a la veneración de los fieles revestida de sencilla túnica corta y abierta, que dejara visible la espalda y descubierta buena parte de las piernas, mostrando los signos de su dolorosa pasión.

En un momento en quelos imagineros y las cofradías se decantaban por ofrecer en su iconografía pasionista unas imágenes de Jesús de impresionante y descarnado realismo manierista, -algo que el propio Sebastián de Solís manifiesta en el Calvario de la Congregación del Santo Sepulcro-  donde los rostros desencajados por el sufrimiento, la musculatura tensa por el dolor y la policromía bien cargada de goterones sangrantes y lacerantes llagas, buscaban impresionar la sencilla piedad de las gentes, excitarles a la contrición y hacerles considerar con total realismo hasta que extremo llegó el sufrimiento de Cristo en su deseo de redimir al género humano, la gubia que labró la efigie de nuestro amado Jesús Nazareno huyó deliberadamente de artísticos efectismos o cruentos realismos y se decantó por presentarnos la visión de un Jesús, llagado y dolorido, sí, agobiado por el peso de la cruz, también, pero envuelto en una apacible afabilidad y mansedumbre que incita a su serena contemplación y da cercanía y confianza, haciéndonos ver en él a un Cristo-Jesús mas humano que divino, un Cristo que se nos hace familiar, cercano, accesible…, proclamando con su gesto aquello que muchos años después el poeta Almendros Aguilar perpetuaría en su cruz procesional: “…Todas las cruces son flores / si las sabemos llevar / Lleva con amor la tuya / que Jesús la sostendrá…”

Quizás de ese acierto del artista deviniese el hábito, frecuentísimo hasta tiempos muy recientes en Jaén, de que al referirse a esta prodigiosa imagen se empleara con cotidiana naturalidad un solo y familiar vocablo: Jesús.

Los que tenéis como yo cierta edad, haced un poco de introspección y memoria y recordaréis, sin duda, como vuestro mayores decían con toda familiaridad: “…Voy a la novena de Jesús…”, “…Tenía promesa de alumbrar a Jesús…”, “…Estuve un rato haciendo la visita a Jesús…”.

Esa imagen, tan humana, tan cercana, se colocó en un modesto altar lateral del costado izquierdo de la iglesia carmelitana, altar que enseguida se vio muy frecuentado por la devoción de los fieles.

Y a uso y costumbre de otros conventos de la Descalcez, pronto se promueve la fundación, bajo su advocación, de una devota cofradía que sea quien en íntima unión con los PP Carmelitas impulse y difunda su culto.

No hay constancia del momento preciso en que se funda la Cofradía. La primera noticia documentada de ella aparece en abril de 1594 en que sabemos que la gobernaba Francisco de la Jara. Si sabemos, afortunadamente, gracias a las investigaciones de Rafael Galiano Puy y Manuel López Molina, que su fundador fue Juan Orozco de Godoy, familiar del Santo Oficio y tal vez pariente del canónigo que dotó la fundación del convento.

Inicialmente, la Cofradía se titulaba “Cofradía de Santa Elena de los Nazarenos” y se ajustaba al modelo de cofradía pasionista carmelitana llegado desde el convento fundado en Granada en 1573, tan vinculado a San Juan de la Cruz durante los años de 1581 a 1588. Muy posiblemente, nuestra Cofradía se organizara tomando el modelo orgánico y estatutario de la ya existente en el convento de Baeza, cuyas reglas servirán de guía y modelo para otras cofradías nazarenas, como la que surge en el convento de Alcaudete en 1592, o la que se funda en el de Mancha Real en 1595, copiando ésta de la de Jaén, estatutos, estandarte e incluso imagen.

 La “Cofradía de los Nazarenos” establecía en sus reglas la salida procesional de la imagen titular en la madrugada o amanecida del Viernes Santo. Y acomodando sus prácticas penitenciales a la consoladora mansedumbre de la talla del Nazareno, huye del efectismo victimista y sangriento de otras hermandades en las que eran preceptivos los “hermanos de sangre” que iban disciplinándose durante el transcurso de la procesión y dispone que los cofrades, vestidos con una túnica corta de áspero tejido y ceñidos por un ramal de esparto en señal de humildad, acompañen a Jesús “descalzos de pie y pierna” y portando como incruenta penitencia  una cruz de madera al hombro, acompañados de la comunidad carmelitana que iría entonando el salmo “Miserere”.

La peculiar espiritualidad carmelitana, el acierto en la composición iconográfica de la imagen y la singularidad y atractivo de las reglas propuestas para la Cofradía, serán sin duda las bases sólidas y eficaces que han permitido que la Cofradía llegue a nuestros días con su original viveza.

Y esas mismas notas distintivas fueron las que determinaron que desde el momento mismo de su fundación hasta la década primera del siglo XVII, la Cofradía de los Nazarenos no solo se consolidara, sino que muy pronto adquiriese especial atractivo y prestigio pese a existir ya otras mas antiguas y con mayor número de hermanos.

No obstante, la fórmula mixta y ambigua en que se había procedido al encargar la imagen por un reducido grupo de frailes y vecinos de la Puerta de Granada generó enseguida enconadas disputas en pro de la titularidad jurídica de la talla. A ello vinieron a sumarse otros factores, como la disponibilidad de las limosnas que se recogían invocando a Jesús Nazareno o el protocolo a seguir en fiestas y procesiones. Y todo devino, como era habitual en la época, en un puntilloso enfrentamiento entre los cofrades y los PP Carmelitas.

Que se saldó con la astuta fórmula de que el Viernes Santo de 1612, la procesión que había salido como de costumbre del Convento de San José, a su regreso dejó unilateralmente las imágenes en el cercano Convento de la Merced, apresurándose el 17 de abril a firmar ante escribano público una escritura de obligación con los Mercedarios, por la que la Cofradía se radicaba en lo sucesivo en el templo de la Merced, donde se les cedía generosamente espacio para edificar capilla propia.

Y allí permaneció durante unos años, aunque no debieron ir bien las cosas, por cuanto la procesión del Viernes Santo 9 de abril de 1635 no salió de la Merced sino de la iglesia de Nuestra Señora de la Coronada, propia de los PP Carmelitas Calzados, sita junto al Cantón de la Ropa Vieja.

Ciertamente debía existir algún escrúpulo de conciencia en los rectores de la Cofradía y no poco malestar en el cuerpo social de la ciudad en el que había prendido fuerte la devoción al Nazareno, ya que las gentes sencillas aseguraban que desde que la imagen salió furtivamente de su Convento de San José, “…había dejado de hacer milagros y favores…”.

Arrepentidos de su presuntuosa decisión, un grupo de cofrades, encabezados por el Alférez Mayor don Francisco Cerón de Almíndez, elevó humildes súplicas a los rectores de los Carmelitas Descalzos manifestando ferviente deseo de regresar a su casa natalicia. Y fueron tan convincentes en sus disculpas, que el 15 de mayo de 1635 el General de la Orden, P. Fray Esteban de San José, se dirigía a los cofrades en estos afables términos:

“…La carta tan religiosa y humilde de vuesas mercedes, su devoción y afecto y la instancia del Padre Definidor de Andalucía y Prior de Jaén han sido tan poderosa para conmigo, que atropellando las dificultades he venido en consolar a vuesas mercedes dando lugar para que en ese nuestro Convento se les sirva como se hizo antiguamente y así mando al Padre Prior y religiosos de él acomoden las insignias como convenga y abracen a vuesas mercedes como hermanos y amigos antiguos y los sirvan con muy buena gracia…”

La Cofradía  formó una Comisión compuesta del Alcalde Pedro de Haro, el escribano o secretario Juan Laso y los cofrades Alonso Ruiz  y Sebastián de Cuenca, que en buena armonía con los Descalzos puntualizó los detalles del retorno. Y el viernes 4 de junio de 1635 Nuestro Padre Jesús regresaba a su antiguo altar y ante su sagrada efigie los carmelitas se abrazaron con los cofrades en señal de paz y armonía.

Quedaban así en evidencia tres notas que han acompañado –con sus luces y sus sombras- el devenir histórico de la Cofradía en sus cuatro siglos de existencia:

La fe colectiva del pueblo de Jaén en la consoladora imagen del Nazareno, que se impuso siempre sobre las rencillas y vanidades de los hombres.

La esperanza en que Jesús Nazareno, cual padre misericordioso, volvería a atender las aflicciones individuales y colectivas de su pueblo.

Y la virtud de la caridad, que se sobreponía al humano orgullo de los cofrades y los frailes y se transmutaba en cristiano y fraterno amor.

La firma en 1687 de una concordia entre la Cofradía y la Comunidad Carmelitana para regular armónicamente sus relaciones e iniciar la construcción de la capilla y camarín que patrocinaba el legado testamentario del capitán Lucas Martínez de Frías, venía a cerrar aquella primera y apasionante etapa nazarena con una rotunda fe en el futuro.

Los años finales del siglo XVII que serían calamitosos para la España de los Austrias, empobrecida por las guerras en el exterior, la insoportable presión fiscal de la Real Hacienda, las pertinaces sequías y sus subsiguientes hambrunas, se fueron llevando por delante a las mas de nuestras cofradías, de un lado por la crisis espiritual que se extendía por el país y de otra porque los cofrades, crónicamente empobrecidos, carecían de las menguadas monedas con las que abonar las cuotas o “cabos de año”.

Y de todo aquel esplendor cofrade y pasionista arraigado en Jaén durante siglo XVI y que sentó las bases de la celebración callejera de la Semana Santa con seis llamativas y devotas cofradías, nada o muy poco rescoldo quedó.

Solo la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno consiguió sobrevivir y mantenerse a flote en medio de tantas calamidades morales y materiales, sin faltar año alguno a su encuentro con Jaén en la amanecida del Viernes Santo, pues siempre, a última hora, se encontró eficaz remedio para celebrar la procesión. Por algo sería.

El tránsito de los siglos XVII al XVIII, que llevó aparejado el relevo de la dinastía de los Austrias a los Borbones, con la calamitosa secuela de la llamada Guerra de Sucesión en la que el Reino de Jaén se puso decididamente a favor de los Borbones financiando hasta cuatro regimientos de caballería, no hizo sino agravar la crisis que vivían las cofradías.

Pese a ello, o quizás como consecuencia de tan inestable situación, la Cofradía va a vivir dos hechos que a la postre resultarán decisivos para su futuro.

De un lado, la comunidad de Carmelitas Descalzos inspirada en algo que ya se había hecho en 1655 en el convento de Alcaudete, promueve e instruye una detallada información testifical y jurídica en la que dieciséis testigos declararon bajo juramento una serie de prodigios y “milagros” emanados de la imagen de Jesús Nazareno.

Esta información fue presentada por el Prior del Convento de San José, Fray Juan de la Resurrección, ante el Tribunal Eclesiástico y una vez analizada escrupulosamente fue validada y aprobada por el Vicario General don Juan de Quiroga y Velarde el 26 de febrero de 1703.

Con esta “información jurídica”, que los Descalzos se apresuraron a difundir y de la que se colocó copia junto al altar de la imagen, se hacía patente de forma oficial la especial prevalencia de la imagen de Jesús Nazareno sobre otras devociones de la ciudad, se manifestaba a las gentes sencillas como a través de tan sagrada imagen era seguro alcanzar el favor del cielo en los momentos de tribulación y se justificaba su obligada presencia en las funciones de rogativas públicas y acción de gracias que convocaban con frecuencia el Concejo de la Ciudad y el Cabildo Catedral.

Además, con esta iniciativa los PP Carmelitas reforzaban su vinculación con la imagen y su obligada intervención en las frecuentes postulaciones limosneras que se promovían entonces para culminar las obras de la capilla y camarín.

Simultáneamente y a iniciativa del obispo don Antonio de Brizuela y Salamanca, en la Curia Diocesana se promueve –para depurar aquella situación de crisis- una rigurosa normativa para tratar de controlar la decadente relajación en que habían caído las escasas cofradías aún activas. Para ello, el Vicario General comenzó a solicitar de los hermanos mayores la presentación de los libros de reglas o estatutos, los testimonios fundacionales y el visado de las cuentas.

Como en todas las cofradías, el Gobernador de la de N. P. Jesús don Gabriel de Mora y Dávalos, persona que conocía sobradamente el ambiente curial pues era escribano de número y notario mayor del Tribunal de la Santa Cruzada, recibió con no poca inquietud el requerimiento y trató de zafarse de él con un pliego de alegaciones. Exponía que poco sabía del tema pues llevaba solo dos meses en el cargo…, que no formaban cuentas ya que las limosnas las administraban los Descalzos y la Cofradía carecía de patrimonio… y que en cuanto a Estatutos “se habían perdido”y no los había “por ser cofradía muy antigua” y que pese a ser públicos sus cultos y procesiones, hasta el momento nadie les había exigido mostrar los Estatutos, gobernándose pacíficamente por la costumbre y usos seculares.

No aceptó el Fiscal Eclesiástico tan endebles alegaciones y volvió a requerir la presentación de la documentación solicitada, advirtiendo que en el interín la Cofradía estaba intervenida y no se autorizaba pedir limosnas.

Hubo pues que formar cuentas, de las que resultó un alcance de 974 reales que el Gobernador suplió de su peculio, si bien lamentándose de que en años anteriores los caudales se habían gastado en las obras de la capilla y camarín, siendo habitual que los oficiales de la Cofradía prorrateasen entre si los gastos.

El Tribunal Eclesiástico dio por buenas las disculpas exigiendo propósito de la enmienda, pero fue inflexible obligando a la redacción de unos Estatutos actualizados.

Con diligencia se redactaron, consiguiendo su aprobación el 13 de octubre de 1704.

Eran unos Estatutos muy sencillos, de tan solo quince artículos, hoy desgraciadamente perdidos y que estuvieron en vigor hasta 1848.

Los encabezaba una hermosa “declaración de Fe”, que la traición atribuye al obispo Brizuela y Salamanca y que decía así:

“…En el nombre de Dios único y verdadero, eterno, inmenso, inconmensurable e incomprensible, onmipotente e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas realmente distintas y una esencia y naturaleza: el Padre que no procede de otro, el Hijo que es engendrado del Padre y el Espíritu Santo que procede de ambos, sin principio ni fin; creador de todo lo visible e invisible, espiritual y corpóreo, el cual con su omnipotencia desde el principio del tiempo crió las criaturas angélica y humana, de las cuales tres personas, la segunda, que es el Hijo de Dios eterno, se hizo hombre encarnado en las entrañas purísimas de María Señora Nuestra, donde fue concebido cooperando el Espíritu Santo y así, el que antes era únicamente Hijo de Dios, se hizo verdaderamente hombre y en una persona unió dos naturalezas humana y divina y es Jesucristo Nuestro Señor quien con su sagrada pasión y muerte de cruz, que padeció voluntariamente, nos redimió y reconcilió con su Padre Eterno…”

Regularizada la situación canónica y jurídica de la Cofradía y subrayada por los PP Carmelitas la singularidad de la imagen, la sociedad civil dio en proclamar de forma colectiva su devoción a N. P. Jesús y a partir de 1702 su sagrada imagen fue ya habitual, junto a la Virgen de la Capilla y el Santo Rostro, en cualquier tipo de rogativas y funciones públicas, algo que los Descalzos promocionaron a su modo, cuando tras la epidemia de peste de 1720 mandaron  imprimir y repartir unas estampas que previamente habían sido bendecidas y “tocadas a su sagrada imagen” y que a partir de entonces se consideraron como poderoso talismán en los momentos de necesidad, motivando una y otra vez que el Concejo de la Ciudad, encabezando la devoción colectiva, solicitara con especial ahínco la presencia de la imagen del Nazareno en rogativas por calamidades públicas o en funciones de acción de gracias cuando las cosas venían bien dadas.

Mas si en este segundo estadio histórico de la Cofradía, coincidente con el siglo XVIII, es verdad que la devoción a Jesús Nazareno comenzó a tomar su mas amplia dimensión, no es menos cierto que ese apogeo devocional traería consigo tres inoportunos hábitos que durante todo el siglo XVIII contaminan las esencias de la Cofradía.

En primer lugar la reactivación de las viejas disquisiciones entre la Cofradía y los Descalzos alusivas no solo  a la propiedad de la imagen del Nazareno, sino a las restantes tallas de la Cofradía.

Luego, un absurdo, orgulloso y continuo pleitear ante las mas diversas instancias y tribunales, no solo de Jaén sino aún foráneos, para dirimir atribuciones sobre la imagen y la capilla, algo en que también tercia la familia Frías que alegaba sus derechos genealógicos de patronato sobre la capilla y el camarín de N. P. Jesús. Pleitos que acabaron por arruinar económicamente a la Cofradía sin sacar nada en claro.

Y por último, la vanidad cofrade y social, por la que algunos dirigentes rivalizan en tomar a su cargo los distintos pasos, “escuadras” y oficios de la Cofradía para hacerse ver y notar, llegando a ofrecer en torno a la procesión del Viernes Santo llamativos “refrescos” y convites no muy acordes con la santidad del día.

Formar parte del Gobierno de la Cofradía, exigía pues en este tiempo el hacer cuantiosos gastos pues las cuotas o “cabos de año” que abonaban los cofrades apenas daban de sí para atender al entierro y sufragios de los difuntos y costear los cultos anuales. Eso motiva que en estos años del tránsito de los siglos XVIII al XIX la Cofradía se identifique en cierta medida con determinadas familias pudientes, o se instrumentalice como un signo de relevancia social. Y ello pese a que una y otra vez, desde la Vicaría General o desde la conciencia de algunos cofrades fieles y rigurosos, se clama pidiendo remedio o incluso a que en 1783 Carlos III, atendiendo a los razonados informes del Consejo de Castilla que había recibido, años atrás, algunas denuncias de varios obispos encabezados por el de Ciudad Rodrigo, determinó la supresión de cofradías y la drástica regularización de las procesiones pasionistas

La Guerra de la Independencia acaba con esta distorsionada situación y casi, casi, trae consigo la extinción de la Cofradía tras el cierre del convento, la expulsión de los religiosos e incluso el traslado de la imagen a la Catedral.

Con el ocaso del reinado de don Fernando VII, la Cofradía empieza a resurgir de sus cálidas cenizas, algo que pronto pone en peligro la desamortización y extinción de conventos decretada por el ministro Mendizábal en 1835 que cierra definitivamente el Convento de San José, extingue la comunidad carmelitana y obliga a la Cofradía a un penoso exilio que la llevará primero al Sagrario y luego al convento de la Merced.

Solo el trabajo tenaz y silencioso de don Antonio Fernández de Villasante, que gobernó la Cofradía en aquellos tristes años de 1827 a 1832, consiguió reavivar la Cofradía, al extremo de que pudo declarar con orgullo en el Cabildo de su despedida:

“…Tengo la satisfacción de entregar con honor, con fondo de cera y dinero, una corporación de la que me había hecho cargo cuando solo era conocida por Cofradía de Nuestro Padre Jesús en el nombre, respecto a que no conservaba formalidad alguna de las que se requieren…”                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    

Afortunadamente la llegada al Gobierno de la Cofradía, a partir de 1832 de relevantes e influyentes personalidades, entre las que destacará la figura de don Fernando Cañavate y Gámiz, Marqués del Cadimo, fallecido en el ejercicio del cargo, conseguirá no solo estabilizar la situación sino iniciar una etapa de creciente esplendor y acomodación a los nuevos tiempos. A su influjo, la Cofradía se reorganiza internamente y se acomoda en sus manifestaciones externas  –la primera que lo hace en Jaén- al “sevillano modo”.

La definitiva instalación de la imagen y Cofradía en el Convento de la Merced en septiembre de 1846 habrá de coincidir con el apogeo de un novedoso movimiento literario y de pensamiento: el Romanticismo.

Este movimiento, con su exaltación de las leyendas, su inclinación a fabular la Historia, su poética interpretación de la tradición y su almibarado protocolo, influirá –y no poco- en el devenir de la Cofradía, cuya histórica realidad se verá profunda e interesadamente afectada desde ahora.

Aprovechando que el patrimonio documental de la Cofradía comienza a semejar un Guadiana en el que los legajos aparecen y desaparecen cíclicamente, un erróneo concepto de la devoción y una bien intencionada exaltación de la imagen del Nazareno va fijando lentamente en la conciencia de las gentes una distorsionada crónica del devenir histórico de la imagen y la Cofradía.

Nace entonces la leyenda sobre el supuesto origen “milagroso” de la imagen en una casería serrana… Se justifican los símbolos iconográficos y los elementos propios del ajuar de la imagen –caso de las “llaves” que todos los Nazarenos solían llevar al brazo- con novelescas teorías carentes de fundamento…Se quieren ver anuncios apocalípticos o celestiales en determinadas manifestaciones públicas de la imagen… Se pone en circulación el sobrenombre de “El Abuelo” que algunos entienden dogma de fe…

De esta forma, la imagen y la Cofradía se van envolviendo, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros mismos días, de una nebulosa que tergiversa y desfigura su auténtica realidad histórica y religiosa y que nos guste o no, no ha sido positiva ni razonable.

En esta etapa contemporánea la imagen de Jesús Nazareno se deifica en exceso. Para muchos se convierte en un icono sobre el que no cabe discusión posible, que no admite interpretación alguna.  Y casi sin darnos cuenta, la devoción, la tradición y la Historia corren el riesgo patente de transformarse en un fenómeno mas sociológico que religioso, cuyo epicentro ha de ser la imagen. Se fragua así, desde los albores del siglo XX ese tópico contrasentido, tan frecuente por desgracia en Jaén, de quienes aseguran con convicción: “-…Yo no creo en Dios, ni menos en los curas…¡Pero “El Abuelo” es otra cosa!...”.

Afortunadamente –y lo puedo atestiguar desde mi personal experiencia como cofrade y modesto historiador- la última etapa de nuestro devenir cofrade está suponiendo una acertada vuelta a los orígenes, entendiendo que el requisito esencial para la autenticidad de nuestro ser cofrade y para poder llevarlo a los demás, es el conocimiento de lo que se ama, pudiendo llegar a dar así razón fundada de nuestra fe ante los demás.

Retomando la objetiva rigurosidad de aquel gran Gobernador de la Cofradía que fue don Inocente Fe Jiménez, que tanto trabajó para poner los puntos sobre las íes en sus dos mandatos (1924-1932) y (1945-1948), desde la legislatura de José María Mariscal se vienen sentando las bases para conseguir despojar a la imagen y Cofradía de extrañas adherencias, fomentando la formación de la masa cofrade y reconduciendo añejos usos, objetivo y deseo que con indudable acierto se ha continuado sin fisuras durante la legislatura de Prudencio Villar y por el que se sigue laborando responsablemente desde que “Francis” tomó en sus manos la vara de Hermano Mayor, porque, no lo olvidemos, dadas las peculiaridades de nuestra cofradía, corremos el riesgo –como pasó en épocas pasadas- de caer en el “ombliguismo” o de justificarnos con el consabido “…nosotros somos otra cosa…”.

El venturoso y realmente “milagroso” rescate del viejo Convento de San José y el regreso de la imagen de Jesús Nazareno a su capilla y camarín, ha propiciado un ancho campo de evangelización y formación celosamente potenciado por la diligencia pastoral de nuestro querido capellán D. Antonio Aranda y acompañado con la oración y el apoyo del Carmelo Descalzo.

En momento no puede ser mas idóneo para asumir una responsabilidad creciente en el ámbito de la acción formativa y asistencial. Fomentar esas iniciativas en pro de la formación cofrade, es en el instante presente el objetivo y yo diría la obligación esencial de cualquier Junta de Gobierno. Lo que sube de tono en la Cofradía de N. P. Jesús debido al número y la diversidad de sus cofrades y a los singulares sentimientos que despierta su imagen ante la que a diario pasan cientos de gentes de toda clase, edad y condición.

Estamos viviendo el Año de la Fe y el Papa Francisco nos ha urgido a ser “cristianos concretos, no cristianos mediocres o barnizados de cristianismo pero sin sustancia”. Nos ha animado a “salir de nosotros mismos, de nuestro egoísmo, de nuestro bienestar, de nuestra pereza, de nuestras tristezas y a abrirnos a Dios, a los demás, especialmente a los que mas nos necesitan”. Y nos ha advertido del latente peligro de acomodarnos a vivir “un cristianismo sin cruz, un ser cristianos de pastelería”.

Reciente está la advertencia que nos hacía Benedicto XVI de que deberíamos caer en la cuenta  que las cofradías y hermandades “…no son simples sociedades de ayuda mutuo o asociaciones filantrópicas, sino un conjunto de hermanos que queriendo vivir el Evangelio con la certeza de ser parte viva de la Iglesia, se proponen poner en práctica el mandamiento del amor que impulsa a abrir el corazón a los demás mediante una existencia totalmente centrada en el Señor y alimentada con los sacramentos, especialmente con la Eucaristía…”.

Y el Papa Francisco, en la alocución en pasado cinco de mayo a las cofradías y hermandades de la Iglesia Universal reunidas en Roma, definía muy claramente cual debe ser el objetivo esencial de nuestra fe cofrade en el mundo de hoy: autenticidad evangélica, eclesialidad y ardor misionero.

Si sobre ello ha de reflexionar cualquier cristiano, los cofrades debemos hacerlo aún mas. Porque con mas frecuencia de la deseada el cofrade se queda a veces en lo accidental, en lo superfluo, -la emoción que despierta ésta o aquella música…, lo traspuestos que nos deja el incienso…, la elegancia versalleca de un palio…, la precisión de una “revirá”…, la majeza y tronío de un “frente de procesión”…- y sin embargo descuidamos nuestra formación, eludimos nuestro compromiso. O como tantas veces nos repite nuestro capellán, nos quedamos plantados en la capilla de Jesús buscando en él un divino Cirineo y nos cuesta recorrer los cuatro pasos que hay hasta el sagrario.

Por eso es bueno que en nuestro caso concreto, ahora que la Semana Santa todavía queda lejos, hagamos un alto y reflexionemos en lo que han dado de si estos 425 años de historia y devoción. Que analicemos sus luces y sus sombras. Y que saquemos conclusiones para ponerlas en práctica. La Historia, no lo dudemos, es un buen método de diagnóstico, pues solo sabiendo de donde venimos podemos entender en donde estamos y programar a donde queremos o debemos ir. 

Y eso hay que hacerlo con celo y decisión. Que ya nos lo advirtió hace muchos lustros, en 1887, el historiador don Federico de Palma y Camacho, activo Gobernador de nuestra Cofradía en los años de 1880-1884, cuando escribía:

“…La historia de nuestras tradiciones religiosas no ha sido escrita todavía ni es fácil escribirla a pesar de los siglos que cuentan entre nosotros. Y aún valiera mas que se omitiese mucho de lo que se ha narrado. A modo de esas viejas y  preciosas obras de arte, afeadas por indiscretos retoques, su restauración debe comenzar por quitarle, sin perjudiciales contemplaciones, todo lo que sencilla ignorancia acumuló sobre ellas. Hecho esto y aún viéndolas mutiladas por las injurias de los tiempos, aparece a simple vista su primitiva y verdadera belleza…”

Queridos amigos. Queridos cofrades. Cuando allá en las primeras décadas del siglo XVII, impulsados por humanas miserias se sacó la imagen de Jesús Nazareno del Convento de San José para ajustarla a profanos intereses, llevándola de acá para allá en busca de mas cómodo manejo, aseguraban nuestros antepasados que en aquel oscuro periodo de veintitrés años el Divino Nazareno había manifestado su enojo “dejando de hacer milagros”. Por eso, humildes y contritos, cofrades y carmelitas abdicaron de sus posturas y abrazándose como hermanos, volvieron a reencontrarse a los pies de Jesús Nazareno un día de primavera de 1635.

Ahora parece que ha vuelto a repetirse la ocasión. Jesús Nazareno ha vuelto, prodigiosamente, -¡quien nos lo iba a decir!- a su auténtica y primitiva casa. Ojalá, afable y misericordioso, haga el gran milagro colectivo de ayudarnos a entender el mensaje que encarna su imagen. De hacernos comprender que la imagen es solo un medio visible y tangible para descubrir el auténtico mensaje de ese Cristo-Jesús que a diario se nos ofrece en la Eucaristía. Un recurso eficaz para apuntarla nuestra Fe. Un asidero oportuno para avivar la Esperanza. Una llamada silente y suplicante a vivir y practicar la Caridad.

Ojalá, hoy como ayer, Jesús Nazareno fortalezca nuestra endeble Fe, anime nuestra Esperanza y haga que la Fe y la Esperanza germinen en nosotros la Caridad, o lo que es lo mismo, el Amor a Cristo-Jesús y al prójimo. Porque ese y no el otro fue el objetivo que se marcaron hace ya 425 años aquellos antepasados nuestros que entronizaron en el convento carmelitano y con él en el corazón de los jaeneros, la imagen amorosa de Nuestro Padre Jesús Nazareno.