XVI PREGÓN MADRUGADA
Pronunciado en el Teatro Darymelia, en la noche del 7 de marzo de 2015,
por don Manuel López Pérez, cronista de la Cofradía
Durante muchos, muchos años, fue costumbre inalterada que los actos comunitarios de la Cofradía de N. P. Jesús Nazareno se iniciaran con el rezo de un peculiar padrenuestro nazareno que compuso aquel impulsivo político republicano, venerable maestro de escuela, excelente poeta, fiel cofrade y ejemplar cristiano que fue don Manuel María Montero Moya.
Su injustamente olvidado Padre Nuestro a Jesús Nazareno compuesto en 1878, quiero ponerlo hoy como indispensable exordio del XVI Pregón Madrugada, en súplica de que lo que va a proclamarse desde este atril, no sea otra cosa sino el llamamiento de un ya viejo cofrade nazareno, para que sepamos vivir la próxima madrugada al jaenés modo y dando primacía a nuestra irrenunciable condición de cristianos sobre nuestra voluble y temporal condición de cofrades.
Os invito pues, a que interiormente os unáis a esta oración que nos legó el poeta:
Padre Jesús Nazareno, que en los cielos
te encuentras glorificado,
tu nombre santificado
sea por una eternidad.
Venga a nos tu excelso reino
de gracias y de venturas;
y por todas las criaturas,
hágase tu voluntad.
Así como el alimento del cuerpo
nos dan tus manos,
el del alma también danos;
concédenos tu perdón.
Del prójimo las ofensas
perdona el corazón pío;
Tú no permitas, Dios mío,
caigamos en tentación.
Mis primeras palabras han de ser de forzosa y aunque protocolaria, sincera gratitud.
De afectiva gratitud a mi presentador por sus amables palabras de introducción, de las que quizás el único dato a retener sea mi lejana filiación en la Cofradía.
Y como no, de gratitud, de profunda gratitud y reconocimiento, al Hermano Mayor, Junta y Gobierno de la Cofradía, por la desafortunada idea de traerme a este atril.
En mi ya dilatada relación con el grupo rector de esta querida cofradía, he recibido múltiples e impagables pruebas de amistad, de fraterna generosidad, de auténtica hermandad nazarena, a las que ahora he de sumar esta grata encomienda pregonera. Que Jesús Nazareno os lo pague, hermanos.
Pregonar, anunciar la Madrugada de 2015 a la que nos convoca ese bello cartel en que María del Carmen Martín-Grande Morgado ha captado uno de sus mas evocadores y persistentes momentos, es tarea gratificante para cualquiera, esencialmente, porque nos proporciona la ocasión de asomarnos a los balcones de la memoria para reencontrarnos con aquel tiempo, ¡ay! tan lejano, en que la intuición de lo religioso, de lo sagrado, empezó a tener vigencia en nuestra conciencia de niños a través de la imagen de Jesús Nazareno, un tiempo en que, sin duda, Cristo, el Señor, empezó a fermentar gozosamente en nuestras vidas.
Dos de nuestros mas rigurosos conocedores de la Semana Santa andaluza, el periodista Antonio Burgos y el profesor y excelente comunicador sevillano Paco Robles, en algunos de sus certeros ensayos han puesto de manifiesto como la Semana Santa, aparte de la inexcusable significación religiosa, que solo atañe a las creencias de cada uno, nos pone cada año en el trance emotivo de reencontrarnos con el niño que fuimos, de volver mentalmente a los escenarios que sirvieron de telón de fondo a nuestras iniciales andaduras, a unas primeras experiencias procesionales a través de las cuales, sin advertirlo, la imagen de Cristo-Jesús se clavaba carne adentro en nuestra psique, en nuestra conciencia y nos ayudaba a tomar posesión de nuestra condición gloriosa de cristianos… y de jaeneros. A volver a escuchar las voces amadas que nos inculcaron el amor al Nazareno y que ya apagó el soplo sombrío de la eterna despedida.
Esto es algo que el maestro ubetense Juan Pasquau, que lo vivió en sus propias carnes, supo explicarnos muy bien cuando desempolvando sus recuerdos escribía:
“…Aquella mañana, Jesús, agobiado bajo el azul de un cielo de golondrinas, recorría las calles de la ciudad impartiendo su lección de Dolor. Había una zozobra de cirios, un temblor morado en el aire, un lamento desolado de trompetas. Y la lección de amor del Nazareno llenaba todas las cosas de su belleza…
Con la visión de la procesión del Nazareno empezábamos a levantar en nuestros adentros los cimientos de nuestra reserva espiritual.
Luego, cuando pasen los días y los años y el dolor muerda deseos incumplidos –insaciables- de felicidad…, cuando hombres a la intemperie la existencia nos flagele o maltrate, nos acordaremos de aquel lejano Viernes Santo en que establecimos contacto vivo con Jesús y tomamos posesión de nuestra condición gloriosa de cristianos…”
Así es. Al menos en mi caso y supongo, razonadamente, que en el de muchos de vosotros.
Porque cuando cada año llega la Madrugada, sin poder remediarlo, sin poder evitarlo, los recuerdos nos afluyen a borbotones, preparándonos para nuestro anual encuentro con Jesús, el Nazareno.
Un viento antiguo de fervores trae ahora hasta mí el recuerdo desvanecido, delicuescente, del inconfundible lamento del Cucharillas / Cucharones que interrumpía mis sueños infantiles cuando los bocineros iban a buscar a su casa de la Calle Tiradores, en la alta madrugada del Viernes Santo, a mi vecino don Carlos López Figueroa, el yerno de aquel gran gobernador de nuestra Cofradía que fue don Inocente Fe…O me despierta las emociones de un lejano Viernes Santo, 7 de abril de 1950, en que de la mano firme y sarmentosa de mi abuela formé por vez primera en el cortejo nazareno para cumplir el rito, tan devoto como jaenés, de alumbrar a Jesús. O me hace volver a escuchar con nitidez las recomendaciones de mi buen padre mientras subíamos por desusados y recónditos callejones a la Merced para acompañar a Jesús, vistiendo con aniñada ufanía la negra túnica que mi santa madre había cortado y cosido con sus laboriosas manos y pespunteado con su maternal amor.
La Madrugada, la auténtica y valedera Madrugada, la nuestra, que no esa artificiosa Madrugá que unos sueñan y otros exigen con desaforadas argumentaciones, mi Madrugada y pienso que la vuestra, está compuesta de la suma de esas vivencias individuales y colectivas que tras pasar por el cálido alambique de los años han destilado la esencia de lo que hoy es el momento álgido de nuestra Semana Santa, ese añorado momento en que Jesús, el Nazareno, sale a la calle para venir a nuestro individual encuentro provocándonos el ansiado repeluco que llevamos esperando todo un año.
Una Madrugada que tuvo muy diferentes etapas, cada una de las cuales fue moldeando su actual rito y en las que mas de una vez se le echó un pulso a la historia y por eso mismo aún pervive su esquema inicial, su música callada escrita en los pentagramas del sentimiento.
Las primeras ordenanzas por las que se rigió la Cofradía, tomadas del estatuto-marco con que los PP. Carmelitas Descalzos fueron creando en sus conventos las cofradías de Nuestro Padre Jesús, denominadas entonces cofradías de “Santa Elena”, “de la cruz de Santa Elena”, “de las cruces”, o “de los nazarenos”, señalaban en su capítulo segundo y como manifestación principal de la cofradía, una devota procesión de penitencia.
“…Que todos nuestros hermanos –prescribían los Estatutos- el Viernes Santo al amanecer salgan en procesión del Convento del Carmen, cada uno con su túnica, cruz y soga al cuello, como es costumbre y los pies descalzos. E irán con mucho silencio, sin llevar ninguna cosa por do puedan ser conocidos. Y delante vaya un estandarte morado pendiente de una cruz de madera, el cual llevará el alférez y pasado el primer tercio de la procesión, lleven la insignia de Cristo con la cruz a cuestas y al fin de dicha procesión lleven la insignia de Nuestra Señora. Y que no salga otra procesión si no es la del Viernes Santo…”
El rito de esta procesión nazarena de la amanecida, fundamentado en los rigores físicos de la penitencia y del ascetismo postridentino, se mantendrá inalterable a lo largo de todo el siglo XVII y con ligeras modificaciones se reglamentará en los nuevos Estatutos dispuestos en 1704 en cuyo capítulo décimo se diseñaba así la procesión:
A una hora prefijada del amanecer, saldrá el alférez mayor con el estandarte, la cruz y dos maceros de escolta.
Le seguirán los cofrades, vistiendo túnica humilde de lienzo morado, soga de esparto a la garganta y cintura y una cruz al hombro. Porque en nuestra cofradía la cruz signó rotundamente sus inicios. En señal de penitencia y humildad los cofrades irán descalzos de pie y pierna y solo en caso de vejez o enfermedad podrán calzar sandalias frailunas o alpargatas de esparto. Todos irán en riguroso silencio, con la cara cubierta por el capuz y sin llevar guantes ni otro signo de lujo o humana distinción. Y en silencio. Arropados por ese silencio que nos ayuda a encontrarnos con nosotros mismos y nos facilita el llegar a los umbrales de otro silencio, el silencio inabarcable del Nazareno.
Detrás vendrá el gobernador de la Cofradía acompañado de sus oficiales, todos portando sus varas en señal de autoridad y le seguirán los hermanos de luz que no cumplan penitencia.
Cuatro cofrades portarán en andas la imagen de San José, titular del convento carmelitano que acoge a la Cofradía y otros cuatro a la Verónica, franqueadas ambas imágenes por nuevas hileras de nazarenos cargados con sus cruces. Algunos años la imagen de San José se reemplazó por la de San Elías, el fundador de la orden del Carmelo.
Centrará la procesión la imagen de Jesús Nazareno portada en andas por los hermanos quisgueros y acompañada por “cuantos quiera y permita el señor obispo”. Tras ella caminará la Comunidad de PP. Carmelitas Descalzos portando hachas encendidas.
Cerrarán la procesión las imágenes de San Juan y Nuestra Señora de los Dolores. Para ordenar y regir las filas, se designaban unos cofrades bastoneros. Y tras las dos imágenes de N. P. Jesús y Nª Sª de los Dolores irán los palios de respeto, con una doble función, la simbólica de manifestar la realeza de Jesús y María y la práctica de proteger las imágenes en caso de imprevistos aguaceros. Razón por la que los hermanos palieros se escogían entre los mas jóvenes, diestros y robustos, pues era precisa fuerza y agilidad para manejar las recias y altas pértigas de aquellos grandes palios.
Nada turbará el penitente discurrir de la procesión en aquellos años. Solo se escuchará rezar a los frailes las estrofas monocordes y lastimeras del Salmo 50, El Miserere que reza la liturgia católica en las Laudes de todos los viernes del año y que San Juan Pablo II definió como “…el mas intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la mas profunda meditación sobre la culpa y sobre la gracia…”, estrofas de religiosa simplicidad y gregoriana musicalidad, que durante muchos años acompañaron el paso de Nuestro Padre Jesús con la dulce armonía de otros motetes penitenciales que entonaba la capilla de música:
“…Miserere mei, Deus,
secundum magnan misericordia tuam…”.
“…Misericordia, Señor, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa…”
A partir del siglo XVIII, al pendón de la cofradía lo acompañarán dos hermanos bocineros que en las encrucijadas del itinerario harán sonar sus bocinas con un doliente y prolongado son, para convocar a los vecinos a salir presurosos al encuentro de la procesión, a la cita con el Nazareno.
Desde sus inicios la procesión hacía su salida en una hora incierta e imprecisa, pero siempre al rayar el alba. Será a partir del siglo XVIII cuando la hora de salida se fije habitualmente entre las cuatro y las cinco de la mañana.
Y recorría un itinerario larguísimo que por la calle Maestra Alta y El Corralar la llevaba hasta la Magdalena, de donde retornaba por Maestra Baja, no sin antes hacer paradas en lugares tan señalados como el convento de Santa Ursula o el de Santa Clara, cuyas religiosas reclamaban con empeño la presencia del Divino Nazareno para gozar de su visión y favor, sabedoras de aquello que se cantaba y se canta en los tradicionales Gozos para la Novena de Jesús Nazareno con una música tan pegadiza como entrañable:
“…Pues del humano furor
fuiste Jesús abatido,
quien te venera afligido
sienta siempre tu favor….”
Esta fue nuestra inicial Madrugada. Una madrugada pletórica de autenticidad nazarena y carmelitana. Una madrugada pensada, exclusivamente, para que el cofrade viviera la procesión en sus más recónditos adentros; para que los espectadores se sintieran impelidos a considerar los misterios de la pasión y muerte de Jesús y desde las callejuelas del viejo Jaén repitiera doliente el lamento de la saeta:
“…Por aquí pasó Jesús,
antes que el gallo cantara,
con una cruz en los hombros
de madera muy pesada…”
Una madrugada propicia para que año tras año se viviera y repitiera en los aledaños de la Puerta de Granada y los egidos de Santa Ana, algo que se repetía en muchos pueblos de España, la sencilla vivencia que tan certeramente glosó el poeta Gabriel y Galán en uno de sus mas conocidos poemas y que tantas veces escuchamos en nuestros días niños:
“…Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,
el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan,
las lágrimas me ciegan
en torrentes de amargura
y me hiere la ternura…
…Y detrás del Nazareno
de la frente coronada
por aquel de espigas lleno,
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada,
los clamores escuchando
de dolientes misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando…
¡Oh, que dulce, que sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!
¡Cuan suave, cuan paciente
caminaba y cuan doliente,
con la cruz al hombro echada
y el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!
Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.
Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,
viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo…
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!
Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos, no alcanzados
por el vuelo de la mente,
caminábamos sombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los judíos,
que eran Judas y unos tíos
¡que mataron al Dios Bueno!...”.
Antigua y primitiva madrugada de Jaén, huérfana de músicas, de bullicios, de profanas adherencias. Desprovista aun del ornato, pompa y esplendor con que luego la arropó el barroco distorsionando, en parte, su inicial mensaje carmelitano.
Antigua y primitiva madrugada de Jaén, preparada al alimón entre los frailes descalzos y los cofrades nazarenos, forjada y diseñada por unas gentes que tenían algo de lo que hoy estamos ayunos, una sólida formación cristiana y espiritual que les hacía obrar en consecuencia.
Antigua y primitiva madrugada de Jaén, acariciada de pies descalzos, signada de rústicas y pesadas cruces penitenciales, rebosante de nazarenos silencios.
¡Nazarenos silencios! Cuanta falta hacen en la madrugada de hoy silencios que arropen y acaricien a Jesús Nazareno. Silencios que nos lleven de la mano hasta los íntimos rincones en donde quizás tenemos olvidadas la eternas verdes que sirvieron de piedras angulares a la madrugada jaenera.
Un querido sacerdote diocesano, don Antonio Lara Polaina, experimentado conocedor de nuestros adentros cofrades, nos lo ha dejado expuesto con meridiana claridad en su luminoso ensayo El silencio en la Liturgia, en donde entre otras cosas nos advierte:
“…Solo podemos acercarnos a Dios silenciando los ruidos que hay dentro de nosotros y también a nuestro alrededor, para que Dios pueda seguir hablándonos. Hay que saber callar para que hable Dios y para hablarle nosotros a Él…(…)…Todos debemos iniciarnos en el silencio. Pero no olvidemos que el silencio es una cuestión de fe y cuando hay fe, se hace necesario el silencio. Necesitamos del silencio sagrado, del silencio que nos lleva a participar en las celebraciones, que nos introduce de lleno en el Misterio en el interior de nuestras casas de oración, que prolongamos en la calle, en la piedad sencilla de las estaciones de penitencia…”
Que bueno sería el que en determinados momentos, en determinados escenarios del discurrir de nuestra procesión, los jaeneros, los que forman en las enlutadas filas nazarenas y los que esperan expectantes en las aceras o encaramados en la gratuita tribuna de los cantones, supiéramos asumir aquel silencio piadoso y carmelitano que envolvía nuestras primeras madrugadas.
Tal vez entonces, acallados los vítores estentóreos, el rumor de las conversaciones, el enojoso repiqueteo de los móviles, la hiriente agudeza de esos absurdos chiflíos que hemos convertido en signo distintivo de nuestra madrugada, al paso de Jesús Nazareno podríamos reencontrarnos cara a cara con ese Dios que quizás se nos perdió en la bruma de nuestras terrenales querencias, un Dios como el que soñaba desde su agnosticismo el bueno de don Antonio Machado:
“…El Dios que todos llevamos,
el Dios que todos hacemos,
el Dios que todos buscamos
y que nunca encontraremos…”
La piedad silente y recogida de la madrugada jaenera perduró sin sensible quiebra hasta que el barroquismo imperante en la primera mitad del siglo XVIII fue acumulando sobre ella profanos añadidos que acabaron por sobreponerse a la espiritualidad del Carmelo y a la orientación doctrinal con que se habían reformado en 1704 los viejos estatutos.
Un mal entendido espíritu corporativo empieza a provocar frecuentes disensiones entre la cofradía y la comunidad de PP. Carmelitas Descalzos. La humana vanidad motiva que quienes asumen gustosos el gobierno de la Cofradía lo hagan mas que por espíritu cristiano por afán de evidenciar cierta posición social y desahogado acomodo, al poder hacer frente a los gastos que generaba la procesión.
Por otra parte, en el simple cofrade de fila se va creando una cierta desviación integrista que en no pocas ocasiones transforma la devoción en vulgar superstición. Esta crisis, que no solo afecta a Jaén sino a la mayoría de las ciudades españolas, motivará que Carlos III, a petición de algunos obispos, dicte severas normas para reconducir la celebración de las procesiones penitenciales e incluso en 1783 decrete una drástica supresión de hermandades y cofradías.
La nuestra consigue salvar aquellos escollos jurídico-canónicos manteniendo la procesión de la madrugada. Pero dotándola de un preámbulo no muy edificante.
Con el pretexto del madrugón y al socaire de fijar puntos de cita para las escuadras que formarían el cortejo, se impone la costumbre de en las salas bajas y en los amplios zaguanes de las casas del Gobernador y oficiales de la cofradía se dispongan ciertos refrescos o convites, en los que si inicialmente se trata de fortalecer las fuerzas de los hermanos quisgueros que portarían las andas o las insignias de la cofradía, pronto se extienden a compromisos, amistades y allegados, a los que se ofrece con generosidad jícaras de chocolate, ochíos y magdalenas y tonificantes copitas de anís o resolí. Todo ello deviene en una animada tertulia impropia de día tan señalado como el Viernes Santo, que rompe el hieratismo luctuoso que hasta entonces tuvo la madrugada y que además motivaba que, con el exceso de libaciones, mas de un cofrade llegaba a la procesión un tanto alegre, “faltando al respeto al santo templo de Dios y causando escándalo en las calle públicas…”. Algo a lo que contribuían por su parte los populares armaos, grupo antecedente de nuestros Soldados Romanos, que con sus atrabiliarios uniformes y sus rudos modales, en lugar de añadir rigor al cortejo provocaban no pocos incidentes.
El propio Gobernador de la Cofradía, don Bernabé López Bago, en la Junta General de 1790 se quejaba de la reprobable práctica de “…que en la mañana del Viernes Santo, con motivo de madrugar para la procesión, había la costumbre de que muchos de los individuos de la cofradía se iban a sacar de su casa al Gobernador y éste administraba a los concurrentes varios licores, bizcochos y chocolate y otras viandas, con las que se discurre que el ánimo de un día tan santo en que se presenta al público la memoria de la Pasión de nuestro Redentor, se quebranta…”
Hay pues en los años del tránsito entre los siglos XVIII al XIX un cierto y documentado deterioro de la madrugada que guarda paralelismo con nuestros días, quizás por aquello tan verdadero de que “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. O porque nuestros antepasados, equivocadamente, comenzaron a pensar que ya se había quedado obsoleto el trípode sobre el que se asentó en sus albores la madrugada: el silencio, la oración y la penitencia.
La profunda convulsión social, política, económica y religiosa que genera la invasión napoleónica y la ocupación francesa de los años de 1808 a 1814 y la subsiguiente incertidumbre motivada por la llegada del ideario liberalista que culminará para las cofradías con la diáspora causada por la desamortización eclesiástica y la supresión de conventos decretada en 1835, habrá de incidir muy significativamente en nuestra cofradía dando lugar a una nueva y muy diferente madrugada.
Huérfana de la dirección espiritual de los PP. Carmelitas, será ahora un sector influyente de la nueva burguesía provinciana quien acaudille e impulse la renovación de la procesión, algo en lo que habrá de influir notoriamente el gobierno del Marqués del Cadimo don Fernando Cañabate y Gámiz, que rige la cofradía en los fecundos años de 1846 a 1849.
Sin abdicar por completo de los usos y costumbres tradicionales en la cofradía desde sus años fundacionales, a partir de la definitiva radicación de la hermandad en el abandonado Convento de la Merced, en 1846, se emprende una profunda renovación de la procesión de la madrugada.
El Marqués del Cadimo y buena parte de sus compañeros de Junta, eran personas ilustradas, pudientes, que frecuentaban otras latitudes, que pasaban temporadas fuera de Jaén y conocían bien la celebración de la Semana Santa en Granada, Córdoba y Sevilla. Es por ello por lo que, aunque no sin resistencia en el cuerpo de la cofradía, empiezan a hacer propuestas y a tomar acuerdos para que la procesión de Jesús Nazareno se acomode al sevillano modo.
Se modifican los Estatutos en 1848 adaptándolos a la legislación civil y suprimiendo normas que ya se consideraban caducas. Se adoptan nuevas túnicas “a la sevillana” con caperuz alto, larga cola y sin esparto en el cíngulo. Se reemplazan las andas por un carro triunfal –de ahí viene el vocablo carro con que tradicionalmente se han designado en Jaén a los tronos- y se suprimen los antiguos hermanos de cruz, unificando a los cofrades en dos tramos de hermanos de luz, unos con túnica y otros –la mayoría- sin túnica. Se incorporan bandas de música y escoltas militares y se dignifican las insignias.
Son los años en que también empiezan a aparecer las promesas, en su mayoría gentes que participan en la procesión con los pies descalzos y un reducido grupo que sigue el paso del Nazareno cargando rústicas y pesadas cruces, unos en petición de favores, otros en señal de gratitud y todos haciendo del silencio partitura desde la interpretar la oración de aquella saeta que años después escribiría Amelia Fe Olivares, una fiel cofrade con vocación carmelitana:
“…Déjame seguir contigo
el camino del Calvario.
Déjame ser Cirineo
de la cruz de mis pecados…”
Porque aunque pasen los tiempos y los ritos cambien, la cruz ha sido una de las constantes mas persistentes en la procesión de Nuestro Padre Jesús. Unos la llevaron –y la siguen llevando- por promesa, en súplica del auxilio divino en momentos de humana desesperanza como aquellos recogidos en la doliente saeta:
“…Padre Jesús de mi vida,
consuelo de mis pesares…
¡Que no me olviden mis hijos!
¡Que no se muera mi madre!...”
Otros, fieles a la tradición, cargaban y cargan con su cruz en testimonio de gratitud por los favores recibidos del buen Jesús, conscientes y sabedores de que la auténtica Verdad, la rotunda Esperanza, está encarnada en esta doliente imagen que desde hace cuatro largos siglos carga pacientemente con su cruz…¡y con las nuestras!.
Todos, unos y otros, verán en esa cruz que portaron en la procesión tras el trono del Nazareno, un signo visible y tangible de redención.
Benito Mas y Prast, que tan minuciosamente recogió las costumbres andaluzas de su tiempo, anotaba al respecto:
“…Tras las imágenes del Nazareno se ven en las procesiones un sinnúmero de penitentes, que sin hacer ostentación de sus propósitos llevan pesadas cruces durante la estación entera. Yo he visto muchos de esos penitentes abrazados a su cruz, llegar a sus casas transidos de hambre y de fatiga y depositar el pesado leño sin exhalar siquiera una queja. Esas cruces que aún se ven clavadas en los anchos pasadizos de los corrales y casas de vecindad, asombran por su proporciones y han causado terribles padecimiento a los que las llevaron…”
Y Rafael Ortega Sagrista, tan profundo conocedor de los entresijos de Jaén y su Semana Santa, también dejo esta anotación sobre el tema:
“…En nuestra ciudad, los nazarenos, terminada la procesión de Jesús, colocaban amorosamente su cruz en el portal o zaguán de la casa. Era muy corriente ver, al entrar en una casa, una tosca cruz colgada de la pared. Era un testimonio de fe y gratitud: promesa cumplida. Gratitud permanente del que la llevó con esfuerzo y con dolor, emocionadamente. Quizás su peso sobre los hombros no lo sintieran tanto como imaginamos porque la fe en Jesús Nazareno les serviría de providencial Cirineo…”
Alguna de esas cruces penitenciales llegué a ver yo en el amplio zaguán de la casa señorial de la familia Solá Moreno, en la Carrera de Jesús, esquina a la de “las Recogidas”, o en ciertos portalones empedrados del barrio hortelano y labrador de San Ildefonso.
En definitiva, con el siglo XIX se acomoda la procesión de la madrugada al marco estético y ambiental que llega desde Sevilla y que se expande por toda Andalucía al compás de las modas que impone el movimiento romántico tan exaltado por los hispanistas franceses e ingleses en su libros de viajes.
En el delicioso tratado costumbrista La Tierra de María Santísima, Benito Prast y Mas nos describe a la perfección los sentimientos que despertaba en nuestros antepasados esta peculiar madrugada.
“…Entre las cofradías penitenciales que mas llaman la atención de los curiosos, -escribe- no por sus pasos ni por su lujosos aditamentos, sino por el carácter especial que las distingue, cuéntanse las nombradas de la Madrugada, cofradías que son sin duda de muy antigua prosapia y que se titulan así por hacer su estación como la hacían los flagelantes, a las altas horas de la noche recogiéndose con las claras del Viernes Santo.
No ya los extranjeros sino los mismos naturales se perecen por estas procesiones nocturnas y hallan en ellas encantos que faltan a las que lucen sus bellezas artísticas y sus costosos guardarropas a la luz del día y bajo el palio de arreboles de nuestro privilegiado horizonte.
El mayor misterio preside a estas procesiones fantásticas y es ver como la multitud silenciosa hasta cierto punto, se escalona y apiña ávida de verlas desfilar por las acostumbradas carreras. Las calles, ora oscuras como boca de lobo, ora iluminadas a giorno por farolas, hachas y guardabrisas, prestan un aspecto extraño y digno de estudio. En esos momentos en que la aurora tiende sus primeras gasas y los cirios de los pasos esparcen en torno raudales de amarillo fulgor, la paleta mas atrevida procuraría en vano fijar las tintas o copiar las siluetas que se presentan naturalmente. Las estrellas del cielo y de la tierra, que no otra cosa parecen las llamas de las hachas escalonadas entre la bruma, palidecen mutuamente a la proximidad del alba y van dejando ver grandes masas de color en todos los términos; recórtanse las figuras y se mezclan las tintas; debilítanse los focos de luz y se vigorizan los reflejos; diríase que la multitud de los edificios están cubiertos por dobles velos luminosos que van levantándose poco apoco, acentuando mas y mas las líneas y las agrupaciones. Nada más curioso que el estudio de las figuras de este cuadro originalísimo. Miradas desde el punto de vista pictórico, apenas si son fantasmas indecisos que se pierden en las profundidades de las callejuelas; siluetas que se destacan por oscuro sobre las paredes o ejércitos confusos que se ordenan y cubren los ángulos extremos, los huecos de las casas y las partes bajas de las fachadas monumentales. Cuando adelanta un paso radiante de luz o se juntan en haz los ciriales y las candelas, iluminase una parte de aquella multitud que hormiguea en las sombras y aparecen los conjuntos mas heterogéneos y extraños. Vese a la joven ideal y bellísima al lado de la celestina asquerosa; al pollo atildado cerca del terne de ancho sombrero; al rubio extranjero junto a la morena gitana, al pilluelo mezclado con el niño de casa grande y a las sencillas mozas de la sierra en paz y concordia con las peripuestas damas provincianas. Crece la bulla, se duplican los pisotones hasta que al fin la cofradía se adelanta silenciosa y pausada con sus mudos nazarenos y sus lujosos estandartes recordando la tan conocida y preciosa saeta:
Luceros de dos en dos,
estrellas de cuatro en cuatro,
van alumbrando al Señor
la noche del Viernes Santo…”
Fidedigna y exacta descripción de aquellas madrugadas decimonónicas que vivieron tan intensamente nuestros abuelos.
Es en esta segunda manifestación de la Madrugada, admirablemente eternizada en un óleo de José Nogué Masso fechado en 1928 que se exhibe en el Museo Provincial, cuando la procesión de N. P. Jesús se transforma en un rito peculiarmente jaenés que sin apenas variaciones perduraría hasta nuestros tiempos.
La procesión fija su salida en las cuatro de la madrugada y por unos momentos transfigura la Plaza de la Merced en un reducto donde la multitud se apiña estremecida como debió de apiñarse en aquella hora
¡Salida de Jesús Nazareno! La plaza apenas puede contener en sus limites a un gentío que asciende por las ventanas de la Casa de los Mártires, que se cuelga de las rejas bajas del Palacio de los Quesada, que inmune al vértigo se aposenta en las pétreas cornisas de la Fuente Nueva.
¡Plaza de la Merced! ¡Salida de Jesús Nazareno! ¡Seguro que muchos de vosotros la recordáis! Perpetuada en un evocador dibujo de José María Tamayo, cantada por la voz del pueblo en aquella inspirada saeta:
“…Al alba del Viernes Santo,
la Plaza de la Merced,
mas que una plaza parece
el corazón de Jaén..”
Desde allí Jesús Nazareno empezaba a recorrer su lento e interminable itinerario que acabará cuando ya el sol esté muy alto.
Don Antonio Alcalá Venceslada, cofrade de Jesús desde 1.927 y luego durante muchos años dirigente de su cofradía, no se resistió a romancear este instante con aquella su peculiar sensibilidad:
“…Luceros de dos en dos,
estrellas de cuatro en cuatro,
van alumbrando al Señor,
la noche del Viernes Santo…
Esta saeta modulan
con fervor los finos labios
de una mujer cuyos ojos,
que están al cielo mirando
mientras la cantan se velan
con los preludios del llanto.
Es que a la puerta del templo
y enmarcada con el arco,
está la famosa imagen
de Jesús de los Descalzos,
con majestad tan sencilla,
con poder tan sobrehumano,
que al aparecer convierte
los pechos en santuarios.
Va Jesús hacia la calle
sobre su artístico carro
que adornan luces y flores
y que es en parte llevado,
durante la estación toda,
por animosos hermanos
que así lo prometerían
en trances tristes o aciagos.
Va Jesús hacia la calle
y en su rostro sacrosanto
todos los ojos se fijan
y se embelesan mirándolo
y hay un revuelo en la gente
y hay un rumor apagado,
pues lo que sienten los pechos
no lo pronuncian los labios.
En el cielo las estrellas,
entre los nublos rasgados,
emiten luces fulgentes
y parece que el espacio
quiere dejar, para unirse
con las luces que aquí abajo
dan los cirios en dos filas
y cumplir fielmente el canto:
Estrellas de dos en dos,
luceros de cuatro en cuatro…”
Que lejana en el tiempo, pero que cercana en el recuerdo se nos ha quedado a muchos aquella salida de Jesús desde la Merced, que nos evoca sin remisión el mandato imperioso de la vieja y punzante saeta que reconvenía al expectante gentío:
“…Silencio, pueblo cristiano,
que ya viene el Redentor,
trayendo la cruz a cuestas
por salvar al pecador…”
Que estampa tan nuestra, tan jaenera, certeramente sintetizada por la pluma del cronista Luis González López, cuando escribía:
“…Jaén tiene a Jesús Nazareno metido en los entresijos y todo lo que representa de sublime el hermoso Nazareno es su médula. Demostración de ello se observa en los amaneceres del Viernes Santo cuando la muchedumbre apretujada en la plaza, anhelante, espera que salga para llorar de emoción y maravilla. La tropa de soldados y centuriones romanos que rasgan el aire con los anuncios de sus trompeta y añafiles; el vaho penetrante de la tierra cargada de esencias místicas; la trulla perezosa de encapuchados y penitentes; los gritos y vivas del pueblo; las claridades medrosas de la luz y el gemido lastimero de las saetas componen un cuadro de indescriptible belleza…”
El lento y dificultoso discurrir de la procesión por las angosturas de Merced Alta, todavía con la madrugada envuelta en su negritud, suponía como un retorno a aquellos siglos pasados, cuando la piedad carmelitana era la brújula que marcaba el rumbo del cortejo.
Lento y silente caminar de la procesión en este su tramo inicial del que el cronista don Alfredo Cazabán, supo dejar conciso apunte en una saeta:
“…Va el Nazareno marchando
bajo la cruz padeciendo
y están los hombres rezando
y las mujeres gimiendo
¡y los ángeles cantando!..”.
Otro espíritu sensible, el de Federico de Mendizábal y García Lavín, el autor del Himno a Jaén, que sin renunciar a su Ávila natal vivió perpetuamente enamorado de Jaén, acertó a captar estos instantes tan nuestros, tan jaeneros, tan nazarenos, en un inspirado soneto al que puso música el maestro don José Sapena Matarredona:
…Redoblar de tambores a paso lento;
sale Jesús de noche todavía.
El paño funeral del firmamento
su duelo en sombras a la tierra envía.
Le sigue la enlutada cofradía
cuyas capuchas se hunden un momento
en las tinieblas de la noche;
el viento sopla los cirios con angustia fría.
Con la cruz en el hombro ensangrentado,
por Simón Cirineo acompañado,
va el Redentor del mundo… y amanece.
El sol su primer rayo le ilumina.
Y al dar en la frente pálida y divina
con un beso del cielo resplandece…”
El siglo XIX consagró los cantones de la Puerta Graná como el lugar mágico en que la procesión de Nuestro Padre Jesús alcanzaba su cenit, su apoteosis.
Quizás el zig-zag de su urbano trazado que potencia la visión estética del cortejo, quizás la propia disposición de sus sillares y jardines que enmarcaban maravillosamente el lento descenso del trono, quizás la magia de esa hora incierta en que la madrugada se retira vencida por un claror que ya se adivina en las alturas de Puerto Alto y Otiñar, o quizás la circunstancia de que Jesús volvía a estar frente a frente de su casa natalicia de la que un día de 1835 le desahució la humana codicia y la política incomprensión, hicieron que el paso de la procesión por los cantones estuviera siempre impregnado de una magia especial que motivaba el que muchos no se resistieran a cantar por lo bajini aquella hermosa y jaenera saeta:
“…Por la Puerta de Granada
va Jesús en procesión
En la Puerta de Granada
le entrego mi corazón…”
Luego, el lento discurrir del cortejo por la Carrera de Jesús nunca pudo sustraerse al recuerdo carmelitano de sus orígenes. El paso ante el desfigurado Convento de San José, muchos años transformado en Cuartel de la Guardia Civil y luego casa de vecindad, o ante el palomarcico teresiano del Monasterio de Santa Teresa de Jesús, siempre supuso un reencuentro de la procesión con la espiritualidad del Carmelo Descalzo, siempre dio lugar a que cuando se alejaba la procesión calle adelante se nos vinieran a la mente aquellas estrofas de San Juan de la Cruz que tan justamente podríamos aplicar a nuestra Madrugada:
“…Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura…”
El encuentro con la procesión en cualquiera de las encrucijadas de este primer tramo de la Madrugada, siempre propició en los hijos de Jaén un sonoro aldabonazo que agitaba las conciencias y apresuraba los latidos de los mas encallecidos corazones, porque el gran secreto de esta venerada imagen es que a través de ella el Divino Nazareno sabe encontrar los vericuetos del sentimiento para, por el camino mas corto, atravesar los humanos corazones tantas veces desconchados, erosionados por la desesperanza.
Lo poetizó admirablemente Felipe Molina Verdejo en un poema para el que Pedro Jiménez Caballé adaptó la marcha de Emilio Cebrián con el fin de que pudiese ser cantada por el Orfeón Santo Reino:
“…Nazareno que caminas roto con tu cruz,
son tus pasos como golpes en la puerta
de mi espíritu dormido que hoy despierta
cuando mira a tus ojos solícitos
que buscan mi amor.
Encorvado bajo el peso de mis culpas Jesús mío,
con tu túnica morada y la tez color de olivo,
hoy recorres nuestras calles
empedradas con olvidos.
Vas dejando en cada piedra
un temblor de amor divino…”
Salvado el complicado discurrir por la calle de las Almenas, la procesión aligeraba la marcha buscando la temprana llegada a la Catedral, donde entraba y se detenía, no para hacer estación ante el Santísimo Sacramento, sino por una simple razón logística.
Depositados los tronos en la nave catedralicia, la procesión se disolvía y las lonjas y escalinatas de acceso se convertían en improvisado vivac donde los penitentes, los músicos, los Romanos y los servicios de procesión eran aprovisionados por amigos y familiares, tomando un tentempié de ochíos, magdalenas u hornazos para recobrar fuerzas y poder emprender la segunda y fatigosa parte del itinerario.
Cuando la carraca anunciaba la proximidad de las horas canónicas de Tercia y los canónigos y beneficiados empezaban a ocupar sus escaños en el coro, la procesión volvía a recomponerse precipitadamente y salía de la Catedral con el sol ya en las alturas.
A partir de este momento, la procesión discurría envuelta en una desorganizada organización a la que contribuía el natural cansancio y las angosturas de la calle Maestra Baja o de Martínez Molina, que en alguno de sus tramos hacía sufrir lo suyo a los fabricanos.
En este segundo discurrir del itinerario la procesión tenía tres momentos estelares. El primero era la llegada al Cantón de la Ropa Vieja previsoramente tomado por una abigarrada multitud llegada de los barrios altos.
Se alzó allí, aprovechando el desfigurado Convento de la Coronada y entre los años de 1858 a 1932 la Prisión Provincial. Y fue norma de obligado cumplimiento que las cofradías, haciendo honor al humanitario principio inspirado por Concepción Arenal de Odia el delito y compadece al delincuente, llevaran sus imágenes titulares a la puerta de la Cárcel para que los penados tuvieran el consuelo de contemplarlas.
Los de mayor condena se aferraban a las rejas altas y desde ellas, a grandes voces, elevaban sus súplicas o lanzaban al aire el lamento de una saeta carcelera. En la puerta, ante el rastrillo carcelario, se colocaba una mesa con un Santo Cristo escoltado por dos cirios y una bandeja de peltre, donde a lo largo del Viernes Santo los viandantes depositaban su óbolo para socorrer a los presos. Algún año también se depositó allí el anhelado oficio por el que S. M. El Rey, en aras de la santidad del día, concedía el indulto a algún desgraciado que en la Cárcel de la Coronada aguardaba la llegada del verdugo. Otros presos calificados de buena conducta, con previsores grilletes en los pies y vigilados por la guardia exterior, deambulaban ante el edificio con un cestillo solicitando la caridad de las gentes.
Y hasta allí llegaba, ya bien entrada la mañana del Viernes Santo, la procesión de N. P. Jesús. Las escenas que se vivían mientras la imagen de Jesús Nazareno permanecía parada ante el rastrillo de la cárcel, eran realmente estremecedoras. De aquellas que solían dejar cicatrices en la sensibilidad de quienes las contemplaban.
El poeta Federico de Mendizábal y García Lavín, recién llegado a Jaén como funcionario de Hacienda, quiso vivir y experimentar como buen poeta lo que se sentía en la procesión de la madrugada y a tal efecto se vistió de nazareno y fue tomando nota de las sensaciones vividas. Luego las plasmó en un bellísimo poema titulado “Saeta a Nuestro Padre Jesús” que incluyó en su libro Por la Senda de los Huertos.
De aquella parada de Jesús ante la Cárcel, a Federico de Mendizábal le impacto la saeta que un preso cantó aferrado a las rejas y que luego difundiría varios años la voz potente de Canalejas de Puerto Real:
“…No era la cruz del Señor
tan grande como la nuestra,
¡que entre todos la llevamos
y no podemos con ella!..”.
Estremecedora saeta áquella con la que un preso anónimo gritaba su humana desesperanza a Jesús.
Doliente saeta que quizás podríamos repetir los hombres de hoy, cuando la vida abre en nuestra frágil humanidad agujeros por los que se nos va la alegría, la paz, la esperanza…, cuando nos sentimos presos en el afán desmedido del consumismo, en el odio entre las ideologías, en el desamor a todos los niveles, en la lacra insufrible del paro, en el cáncer de las rupturas y desencuentros familiares, en la impiedad… En tantas y tantas astillas como vamos ensamblando a diario hasta acabar por tallar una enorme cruz con peso mas que suficiente como para hacernos cantar a coro la saeta del preso:
“…No era la cruz del Señor
tan grande como la nuestra,
que entre todos la llevamos
y no podemos con ella…”
Aunque quizás si lo pensamos, la contemplación de la mansedumbre con que Jesús carga con su cruz nos sea ocasión oportuna y justa para que entendamos, cuando nuestra cruz particular nos oprima el hombro, la gran verdad que el poeta Almendros Aguilar escribió allá por 1878 sobre la “cruz de gala” con la que Nuestro Padre Jesús Nazareno procesiona en la madrugada,
“…Todas las cruces son flores
si las sabemos llevar.
Lleva con amor la tuya,
que Jesús la sostendrá…”
Tras la parada ante la vieja Cárcel, la procesión ascendía por el Cantón de la Ropa Vieja buscando el Campillejo de Santiago cuyos desmochados cantones se convertían en providencial tribuna para las gentes que bajaban de los barrios altos ansiosas de encontrarse con Jesús para contarle sus cuitas y pesares, escena que supo plasmar en unas bellísimas fotografías aquel gran fotógrafo-cofrade que fue Jaime Roselló.
Y de allí, la procesión se iba en derechura a otro de los puntos clave del recorrido: el Arco de San Lorenzo.
Fue aquel un punto engorroso y complicado del recorrido, pues la cota del arco impedía el paso de los tronos y había que costear el recio torreón para proseguir la andadura. Hasta que en 1928 el gran alcalde de Jaén que fue don Fermín Palma, permitió una sensible rebaja en el piso de la calle para que el trono atravesase el Arco dando lugar a una estampa de inconfundible encanto jaenés.
El cofrade don Antonio Alcalá Venceslada no pudo sustraerse a tanta belleza y con la complicidad del fotógrafo Alfonso Pez perpetuó la ocasión en un magistral soneto:
“…El arco ingente que en el ancho muro
quiere imitar las fauces de una herida
y esa gran multitud, como nacida
a imperiosa llamada de un conjuro,
¿son de Jerusalén traidor, impuro,
farisaico, cruel, torpe, deicida,
o de pueblo que espera en la otra vida
gozar, feliz, del inmortal seguro?
¡Oh, cristiano! : contempla ese torrente
de muchedumbre, que el fervor aquieta,
mirando a su Jesús dulce y clemente,
mientras arde en sus almas luz secreta
y dime si no escuchas con tu mente
un grito, una oración y una saeta..”.
Y por fin, cuando el sol alcazaba el cenit, sobrepasada la evangélica hora Sexta, el Nazareno llegaba a la plazuela de la Merced, donde el gentío se resistía a despedirlo. Alcalá Venceslada –otra vez el poeta-cofrade omnipresente- supo condensar este instante bullicioso y multitudinario en una breve estrofa:
“…¡Te vas, Jesús, Padre nuestro;
te vas, mi Dios Sacrosanto!
¡Te vas Dolorosa Madre,
siempre en pos del Hijo amado!...”
Y ante el embravecido mar de aquella muchedumbre, concluía asombrado:
“…La entrada de las imágenes,
por un insigne milagro,
no produce una hecatombe
en aquel viviente tráfago…”
Mientras que el pueblo, siempre sabio y preciso, lo resumió todo en una volandera saeta:
“…Ya está Jesús en la puerta
del templo de la Merced,
Ya hay luz y vida en las almas…
Ya salió el sol de Jaén…”
Aquella segunda etapa de la Madrugada, que muchos de los que estamos aquí llegamos a vivir y contemplar, terminó como inevitablemente terminan todas las cosas. Cuando la evolución de los hombres y los tiempos así lo determinó.
Con la mediación del siglo XX Jaén empezó a dejar de ser un pueblo grande y quiso convertirse en moderna capital. La puesta en marcha del magistral plan de ensanche que diseñara en 1927 el arquitecto don Luis Berges Martínez y las progresivas mejoras sociales y culturales que en lento goteo se iban alcanzando, trajeron una doble e inevitable consecuencia: se empezaron a abandonar los barrios viejos y la incomodidad viaria del casco antiguo buscando la luz, el aire y el sol de las zonas de expansión y la modernidad se fue imponiendo a la tradición.
Fue así cuando empezaron a alzarse voces que reclamaban la presencia de la venerada imagen de Jesús Nazareno en un lugar “mas céntrico y accesible” que a la vez que propiciara su diaria y cotidiana veneración, permitiera que el Viernes Santo la procesión dejase de ser precisamente eso, una procesión de antañonas costumbres y pasara a ser un “solemne desfile procesional” que era a lo que se aspiraba por aquellas calendas.
Así, en 1953, aprovechando el progresivo deterioro del templo de la Merced, imagen y cofradía se trasladaron a la Catedral. Y con el traslado vino una drástica reconversión de la Madrugada: se adelantó la hora de salida, se diseñó un nuevo itinerario suprimiendo la tradicional “parada” intermedia y se buscó un cierto “lucimiento” dando primacía a la denominada “Carrera oficial”.
Cierto que no todo pudo hacerse con facilidad porque hubo notorias y críticas resistencias a la innovación. Que por otro lado vino a potenciar, casi sin darnos cuenta, las veladuras y leyendas con que la mentalidad romántica del siglo XIX lastró –y todavía sigue lastrando- la auténtica y desnuda realidad de la imagen y su cofradía: el supuesto y fantasioso origen taumatúrgico de la imagen, que algunos elevaron a indiscutible aserto…; la unicidad sacra, intocable e inmutable, de la marcha de Cebrián…; la polémica cohabitación de la tradición con la renovación y actualización…; el perpetuo encorsetamiento en un integrista y nunca bien definido “estilo de Jaén” que algunos quisieron –y quieren- hacer dogma de fe…
Pero como al final la costumbre se hace ley, la Madrugada desarrolló a lo largo de la segunda mitad del siglo XX una nueva concepción que en buena medida aún perdura, aunque eso si, vino a salpicarse con lamentables irreverencias y a trufarse de modas sin sentido, olvidando que la Madrugada debe ir mas allá, mucho mas allá, de una fiesta barroca adornada de tópicos y abrumada de belleza y esplendor. Ignorando que el Nazareno, manifestado al pueblo en esa imagen mansa y dolorida, ni precisó, ni precisa de escenarios grandilocuentes para hablarnos en voz baja, directo al corazón.
De esta etapa quizás la estampa mas añorada haya sido la salida desde la Catedral, seguramente por la escenografía, que no por el fervor que despertaba. Una salida que gracias a las innovaciones tecnológicas de los medios de comunicación y masas universalizó la imagen y la procesión de Jesús Nazareno, subrayando sus tópicos, sobrevalorando sus profanas adherencias.
Un cofrade de académica y jaenera vena poética, el llorado Felipe Molina Verdejo, nos dejó una fiel instantánea lírica de los inicios de esta contemporánea Madrugada:
“…Afila la madrugada
los cuchillos de sus hielos
en verticales aristas
de sombras y de silencios.
Un aire casi varado,
casi soñador de vientos,
deja colgado en las calles
lejano aroma de huertos.
Los cristales de la escarcha,
con desazones de espejo,
arrebatan claridades
a los faroles del sueño.
Alado pasar de pasos,
avergonzados del eco,
va poniendo contrapunto
al concierto del silencio.
La plaza donde se emplaza
-notario mayor del tiempo-
un pueblo sin aventuras,
devorador de recuerdos,
la plaza se llena y llena
de vigilias sin bostezos,
de andaduras sin fatigas,
de escaladas sin descensos,
de pugilatos sin saña
y de miradas sin reto,
que la cita con la hora
pone en los ojos despiertos
sosegadas mansedumbres
de blandos desasosiegos.
La ronca trompetería
quiebra el cristal del silencio
y un temblor de escalofríos
rueda, temblando, en los cuerpos.
Los altos faroles ciegan
sus glaucos ojos de hielo
y las mil sombras se funden
en una sombra, latiendo
al unísono en un solo
corazón y un solo aliento.
En los relojes del pulso
se queda parado el tiempo
y una tormenta de voces,
agazapada en los pechos.
Por las puertas catedrales,
meciendo la cruz, meciendo
entre negros caperuces,
los morados terciopelos,
fiel a la cita que tiene
concertada con su pueblo,
por las puertas catedrales,
sale Jesús Nazareno.
¡Ay, su perfil encorvado
detrás de los hierros negros!.
¡Ay sus manos transparentes,
apretadas al madero!.
¡No lo llevan, no lo llevan
cofrades ni costaleros,
que ese andar es andar suyo,
medido, solemne y lento,
por aumentar con la espera
los delirios del encuentro!.
Toda la plaza se llena
de un largo estremecimiento.
Mil gargantas, mil sollozos…
Y mil sollozos, mil rezos.
El alba pinta de blanco
el costado añil del cielo.
Por último, desde el Viernes Santo 2 de abril de 2010, la Madrugada, sin renunciar a sus esencias y luego de un largo paréntesis de ciento setenta y cuatro años, empezaría a acomodarse a un nuevo rito ya que la imagen de Jesús Nazareno, por prodigio de su omnipotente voluntad, regresó a su primitiva capilla, a su natalicio convento de San José, aquel del que un triste día de 1835 lo desahució la codicia e impiedad de los hombres obligándole a iniciar una dilatada diáspora que le tuvo durante muchos años viviendo en la ajena hospitalidad.
Una Madrugada en la que la procesión ha vuelto a reencontrar su primigenio itinerario, partiendo de su recuperada capilla y camarín, cuyos mellados sillares vuelven a lanzarnos a diario el carmelitano mensaje que la voz del pueblo escribió antaño en una tablilla adherida al muro:
“…Por muy deprisa que vayas,
cuando pases por aquí,
acuérdate pecador
que la cruz llevo por ti…”
Una Madrugada, la de ahora, tan vieja pero a la vez tan renovada, que allá cuando Jesús rompe con su pausado caminar los velos de las nocturnas tinieblas, nos permite comprobar mientras el gentío estalla en aplausos y vítores, que las piedras doradas del recuperado Convento de San José son el arca sagrada depositaria del rescoldo ceniciento, pero vivo, de nuestra mejor memoria nazarena y carmelitana. Que nos permite entender algo bien fehaciente en la madrugada: que Jesús Nazareno siempre ha escrito recto sobre renglones torcidos.
Una Madrugada renovada y distinta en la que Jesús vuelve a subir cantones arriba buscando el viejo Jaén, mientras contemplando su familiar imagen se nos viene a la mente aquella lírica reflexión que escribió el sacerdote Francisco Vaquerizo:
“…Esa boca,
tan seca y estremecida
de haber sorbido las culpas
de nuestra humana malicia…
Esas manos, mi Jesús,
mas que atadas, recogidas,
tan delicadas, tan suaves,
tan tiernas, tan compasivas…
Esa corona, Señor,
esa corona de espinas,
porque eres Rey de verdad
aunque parezca mentira…
Esos hombros poderosos
de apariencia tan exigua,
capaces de soportar
lo que se le eche encima…
Ese corazón que late
al ritmo que el Amor dicta,
porque el amor es la esencia
de la cristiana doctrina…
Y esa sangre redentora,
que a todos nos reconcilia…
¡Ay! que dolor tan inmenso
y a la vez que inmensa dicha
ver a Jesús Nazareno
calle abajo, calle arriba…”
Una Madrugada, distinta y distante, contradictoria o polémica, en la que la humana emoción provoca la espiritual conmoción, en la que al paso de Jesús, el Nazareno, hasta los agnósticos mas recalcitrantes se reencuentran con la esperanza.
Porque posiblemente haya tantas y tan diferentes madrugadas como jaeneros la viven. Está la madrugada del silencio interior…; la del jaenero que se exilió en busca del pan de cada día y que año tras año regresa puntual a su cita con Jesús…; la del que se queda solo con el costumbrismo laico y estereotipado del Cantón o el Arco de San Lorenzo..; la del que la sueña y la añora mientras acaricia ese clavel que le llevaron a la cama del hospital…; la del que cargado con la cruz de los años y la soledad la revive ante un desvencijado televisor…; la del que ante la visión del Nazareno no puede evitar que las lágrimas se derramen como cera derretida sobre la calzada empedrada de la vida… Madrugadas todas que son una y lo mismo, porque como bien dice el refrán, en nuestro particular Viernes Santo “la procesión va por dentro”.
Una Madrugada que se va conformando y a la vez renovando con añadidos o depuraciones, con ignorancias o certezas y en la que poco a poco se va tejiendo su peculiar urdimbre que trasciende al paso de los siglos y en la que el sentir se sobrepone al pensar. Una Madrugada tan nuestra, tan asumida, que no se precisa pregonar.
* * * * *
Pero he aquí, hermanos cofrades, que el pregonero, este torpe pregonero, va camino del epílogo y se está olvidando de dedicar unas palabras a la Madre. Imperdonable olvido que parece ser consustancial con nuestra Madrugada, que parece ser inseparable de la procesión de Nuestro Padre Jesús.
Porque bien sabéis que entre nosotros es uso y costumbre concentrar las miradas en Jesús, apiñarse en torno a su dorado trono, verle alejarse quizás con los ojos empañados… y entonces salir de estampía con el firme propósito de volver a encontrarlo en otra encrucijada, en otro callejón, dejando sola y desamparada a esa bellísima imagen de Nuestra Señora de los Dolores que nos legó el imaginero malagueño-jaenés José de Medina y Anaya en 1741, imagen que inspiró la devoción de Fray Juan del Santísimo y que el imaginero talló gratis et amore, en acción de gracias porque la Virgen le libró de un grave accidente laboral que le hubiese impedido seguir manejando las gubias con las que se ganaba honradamente el pan.
Desde la fundación de la Cofradía, desde las primeras procesiones de la Madrugada, la imagen de la Virgen de los Dolores tuvo un singular protagonismo en el rito anual de la procesión. Dicen las crónicas, que bajo su candelero escondía unos engranajes y poleas que permitían escenificar durante la procesión aquel penoso encuentro de la Madre con el Hijo en la calle de la Amargura. Y así, en la denominada ceremonia de “el paso”, los tronos de Jesús y de la Virgen se enfrentaban y poniendo en acción el artilugio, la imagen de María simulaba abrir y cerrar los brazos para abrazar y consolar al Hijo.
Sin embargo, pese a que según Fray Juan del Santísimo, su mentor, la imagen de la Virgen de los Dolores había salido tan perfecta del taller “que parecía haber bajado del cielo por lo hermosa”, siempre la tuvimos, la tenemos y me temo que la tendremos, en penoso olvido y soledad. Y su paso de palio, tan andaluz, tan equilibrado, tan bello, mas que el paso de una Dolorosa al uso, se nos anticipa ya en plena madrugada como la genuina y premonitoria representación de la imagen de la Soledad y Transfixión de la Madre de Dios. Una resignada Dolorosa nimbada de soledad y desamparo que muy bien supo captar y cantar aquel cofrade, promitente y poeta, que todo lo fue en una pieza, Felipe Molina Verdejo quien la vió así en su pregón de Semana Santa:
“…Esa mujer
penosamente erguida
que viene bajo un cielo
de terciopelo oscuro…
Esa enlutada
bellísima, de rostro
surcado por las lágrimas
que brillan a la luz de las candelas…
Esa dama
de espiritadas manos que parecen
dos palomas ungidas
para un místico vuelo
sobre un nido de nieves y puñales…
Esa imagen que nos llega desde un sueño muy remoto
cuando el llanto del hombre se enjugaba
en regazos maternos…
Esa imagen, …o acaso
algo más que una imagen, tan humana…,
…se llama… Soledad.
Es toda ella
una angustiada soledad; es ella
un único universo solitario.
Es tanta soledad que no le cabe
toda en el corazón y se desborda.
Se llama Soledad y viene sola.
Completamente sola en compañía
de muchas soledades.
Viene sola,
todos los viernes, en las amanecidas,
desde hace veinte siglos, viene sola,
baja sola de todos los calvarios
-desde hace veinte siglos-
como las madres vienen, siempre solas,
de dejar a los hijos muertos en la tierra;
como vienen las madres,
arrastradas, llevadas, empujadas,
insensibles y mudas,
después de haber dejado
el fruto de su vientre
en el estéril hueco de la tierra.
Así esta imagen, esta mujer inmóvil
que hemos puesto en un campo
de absurdos tulipanes encendidos,
esta mujer que hemos coronado
con nuestra triste vanidad inútil,
hace ya muchos siglos, cada viernes,
bajo un cielo fingido de oscuros terciopelos,
recorre sola –Soledad se llama-
nuestras calles mil veces arruinadas
y mil veces
empedradas de nuevo.
Recorre nuestras calles.
Y pregunta,
desde esa compostura de gran dama
que le hemos otorgado,
como una madre más, la voz quebrada
y la angustia nublándole los ojos,
les pregunta a los hijos de los hijos:
¿Dónde me lo habéis puesto…?
¿Dónde, dónde…?
¿En qué rincón oscuro
de vuestro desamor lo tenéis preso…?
¿De qué andamio sangriento
habéis quitado este edificio mío
que alcé piedra a piedra,
total arquitectura de mi entraña…?
Y un eco de mil voces,
una voz de mil madres, despertada
de un dolor silencioso,
de un dolor solitario y reprimido,
se alza de cada esquina,
de cada murallón, de cada lecho,
de cada enfermería,
de cada campo de guerra y cada cárcel,
de cada pozo, de cada carretera…
Una voz de mil madres
suena en la voz de esta mujer que pasa
cada viernes, desde hace veinte siglos,
sola por nuestras calles,
de esta mujer que viene sola
-Soledad se llama-
completamente sola, en compañía
de nuestras propias soledades…
* * * * *
Y aquí debería finalizar la encomienda que me trajo ante este atril. Pero abusando de vuestra paciencia, no me resisto a una postrera, nazarena y obligada consideración.
Queridos amigos: Estamos ya en puertas de la Semana Santa. Es posible que siguiendo esa norma importada desde Sevilla, ahora mismo en Jaén, en las casas de hermandad y en las ruidosas tabernillas donde fraguan sus quimeras y proyectos las cuadrillas de costaleros y los más vehementes “capillitas” y cofrades, alguien habrá dejado el vaso sobre el sobado mostrador y en una cumplida pizarra colgada en sitio bien visible, habrá escrito con blanca tiza: “Faltan veintisiete días y seis horas para que salga El Nazareno”.
Y es que curiosamente, en una sociedad cada vez más laicista, la Semana Santa y el sentimiento cofrade siguen teniendo plena vigencia. Y no digamos la Madrugada, esa Madrugada que a partir de mañana anunciará nuestro cartel por todas las esquinas.
Por eso, precisamente por eso, es necesario y conveniente que la pregonemos. Porque con cada Semana Santa recobramos cada año un ayer fervorosamente atesorado por nuestros mayores, para luego dejárnoslo como herencia de vivencias y tradiciones.
Ya nos lo advirtió en 1826 el anónimo introductor de la Novena a Jesús Nazareno cuando recordaba como los PP. Carmelitas Descalzos, animados del espíritu de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, sus fundadores, en todo tiempo profesaron devoción a Jesús Nazareno, devoción que procuraron con celo apostólico introducir en el corazón de los fieles y con ese propósito, “…tan pronto como les fue posible, colocaron en su iglesia de San José una imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno hecha con todo el primor del Arte y costeada con las limosnas que lo religiosos recolectaron acompañados de varios labradores de la Puerta de Granada…” , algo que se hacía para que las gentes de su tiempo y los que vinieran después tuvieran oportunidad de meditar los misterios de la Pasión del Señor a través de la procesión de la madrugada.
La Semana Santa y en especial la Madrugada, es una oportunidad única, como dijimos al principio, para que volvamos a asomarnos a los balcones de la memoria del niño perdido que anida en cada uno de nosotros, para que la visión de ese Jesús Nazareno al que tanto decimos querer y venerar, siembre su divina gracia en nuestra humana indiferencia.
La Semana Santa, la Madrugada, con sus luces y sus sombras, con sus glorias y sus miserias, también puede y debe ser un recurso eficaz, si cuidamos la formación del cofrade, para acercarnos a través de la imagen de Nuestro Padre Jesús, a través de los recuerdos que nos evoca su pausado caminar por nuestras calles, a ese Jesús vivo y verdadero que nos espera en el sagrario.
Ya nos los apuntó en nuestros días el humanista Juan Pasquau cuando glosaba la sagrada herencia que nuestros mayores nos dejaron a través de estas procesiones:
“…La Semana Santa –aseguraba- es mas intensa con la colaboración de los muertos, de los recuerdos.
En las procesiones tradicionales hay una colaboración efectiva del pasado, una orquestación de generaciones. Cabría decir que en las procesiones de nuestros pueblos existe una autentica comunión de los santos en pequeño. Cada Viernes Santo sopla fuerte en los pueblos y ciudades de Jaén el maravilloso viento de lo ancestral, viento empapado y húmedo de Dios. Y el presente se achica encorvado, segado por la valiente embestida histórica. Sopla la evocación en las calles y en las almas. Recobra su unidad el pasado. Lo que fue se hace aliado de lo que será. Cristo se alza como Señor de lo Absoluto en esta relativa contingencia. Se borra el tiempo y Él queda. Mil penitentes pretéritos se murieron. Mil penitentes futuros aguardan. Mil penitentes fugaces de este año se irrogan el magnifico privilegio de acompañar en las calles, transidas de recuerdos, al Cristo que ora, al Cristo flagelado, al Cristo cargado con la cruz, al Cristo que agoniza…Pero todo pudiera quedar en retórica –retórica para Cristo- si un robusto, vivificante aliento popular no corroborase aquella necesidad religiosa, aquel impulso histórico; si el arte mismo de las imágenes predicase su panegírico en medio de la general indiferencia…En Jaén, la Semana Santa es el mejor monumento de nuestros pueblos. Hacer que su espiritualidad religiosa se supere cada vez mas, es misión de todos…”.
Efectivamente. Cada uno debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad para conseguir que en la Semana Santa, que en la Madrugada, el espíritu se sobreponga a la materia.
La Madrugada, -¡no lo dudéis!- es una ocasión única para que nos despojemos de nuestra humana soberbia y contritos y apenados al paso del Nazareno le recemos aquel lírico acto de jaenera contrición que nos escribió el poeta Miguel Calvo Morillo:
“…Por tu espalda que se inclina
bajo la presentida cruz…
Por ese rayo de luz
que tu mirada ilumina…
Por tu grandeza divina…
Por tu corona sangrante…
Por tu rostro suplicante…
Cumple Señor mi deseo:
el de ser tu Cirineo,
aunque solo sea un instante.
Aunque solo sea un instante,
déjame estar a tu lado
igual que un clavel tronchado,
como un cirio vacilante,
como algo insignificante,
como una cosa cualquiera,
que por estar a tu vera
todas las horas del día,
mil vidas yo te diera
si mil vidas yo tuviera…”
Yo os animo, queridos amigos, a que abráis vuestro interior y vuestros sentimientos a esta Madrugada del año de gracia de 2015 que ya tenemos al alcance de la mano y en la que volveremos a comprobar que Jesús Nazareno se nos manifiesta mas divino cuanto mas humana nos parece su bendita imagen..
Pero también os sugiero que no os quedéis en lo accidental, en lo realmente intrascendente: en la belleza barroca del paso de palio…, en la habilidad y majeza del andar costalero…, en el añorado tránsito por las estrechuras de la Merced…, en la lágrima que acaso aflora cuando se produce el “encuentro” de Jesús con su Madre en la Plaza de Santa María, allí donde durante muchos años se postraron las multitudes al medio día del Viernes Santo para recibir la bendición con el Santo Rostro…; en la emoción de la revirá en la calle Almenas mientras el Nazareno proyecta su mansa sombra sobre las históricas piedras de la Catedral y el Palacio de los Vélez…, en el lento y triunfal retorno por nuestra provinciana Carrera…
Que no ensordezca vuestros fervores el retumbar de los tambores y las cornetas… Porque frente al ruido que inunda la madrugada y que en mas ocasiones de las deseadas alicorta los sentidos, la razón y los silencios, frente a la vanalidad de una artificiosa y apasionada vocación nazarena que a veces se arropa con las redes de la verborrea, hay algo más. El mensaje que muy bien supo sintetizar Benedicto XVI cuando escribió aquello de que “las hermandades han de ser talleres de santidad y escuelas de cristianismo” No os quedéis, pues, en el sentimentalismo que despierta nuestra marcha cuando derrama por las calles sus inconfundibles y lacrimosos compases…Que nuestra Madrugada no se quede en la superficialidad de lo que algunos llaman un espectáculo de masas.
Porque la Madrugada, nuestra Madrugada, es -¡debe ser!- algo más que la preocupación por si Jesús ha de andar de costero a costero o bailando sobre los pies…, si tras la Virgen de los Dolores se pueden oír los sones de La pobre Carmen, la sinfonía de Mater Mea, o los sevillanos compases de Hermanos Costaleros…
La Madrugada, nuestra Madrugada, nunca debe reducirse a la oportunidad para hacernos un bonito selfy ante el trono del Nazareno…, o el impulso para empezar a pasar whatsapp ensalzando o criticando el discurrir del cortejo…, ni una ocasión apropiada para cangrejear, -“estamos aquí p´a disfrutá, oí decir a unos supuestos devotos y cofrades al fiscal de tramo que les rogaba no entorpecieran el avance del trono- ni mucho menos el pretexto para, una vez vista la salida o el encuentro, vivir a tope esa triste y deprimente “noche del Abuelo” que algunos locales de copas publicitan para hacer caja a la sombra de la Madrugá.
La Madrugada no debemos convertirla tampoco, al socaire de una elemental e integrista devoción a la imagen de Nuestro Padre Jesús, en la quijada cainita con la que agredir al hermano cofrade que tiene un punto de vista diferente al nuestro.
La Madrugada, la nuestra, la de Jaén que no la de foráneos ambientes, debe ser una llamada a la renovación interior. Una catequesis plástica y callejera en la que Jesús, el divino Nazareno, nos sale al paso para llamarnos a cada uno, siempre desde nuestras individuales creencias e intimidades.
Porque si somos cofrades, se presupone que somos creyentes. No se puede disociar la condición de cofrade de la de creyente, de la de cristiano practicante. Y el cristiano-cofrade no precisa de una artificiosa y andalucista Madrugá para salir al encuentro de Jesús.
Por eso la preparación de nuestra personal o familiar Madrugada no debe ser motivo para obviar la asistencia previa a la Misa de la Cena del Señor, donde cada año se exalta el mandamiento del Amor. Ni el cansancio y la somnolencia de una Madrugada intensamente vivida puede ser pretexto para que luego no acudamos al silente acto de la Adoración de la Cruz. Ni la resaca de una semana pletórica de emociones y sensaciones nazarenas nos debe impedir la presencia en la Vigilia Pascual en la que celebramos que Cristo ha vencido a la Muerte, que no hay Gloria sin Pasión.
Porque si la Madrugada, nuestra Madrugada, la limitamos a las humanas emociones y sensaciones, es muy posible que ese mismo Jesús Nazareno al que tanto afirmamos venerar y querer, nos recuerde las palabras del profeta Isaías, que el evangelista San Marcos nos propone en aquel pasaje en que los escribas y fariseos concitaban sus asechanzas contra Jesús:
“…Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me da está vacío, porque la doctrina que enseña son preceptos humanos. Dejáis a un lado el mandato de Dios para aferraos a las tradiciones de los hombres…”
No olvidemos que la Madrugada, la auténtica Madrugada, esa de Sevilla que tanto envidian algunos, o la de Jaén a la que tanto se aferran los integrismos de otros, nada tiene que ver con un acontecimiento festivo, de “interés turístico” a promocionar y vender en FITUR, como una fiesta anual de “generalizados valores culturales”, y hasta si me apuráis, no podemos constreñirla a un capítulo antropológico de eso que los teóricos denominan “religiosidad popular”.
La Madrugada es un tiempo para encontrarnos con las raíces cristianas de nuestro pueblo. Un momento para valorar y renovar la herencia de la Fe que nos legaron nuestros mayores.
Vivid pues, amigos, la próxima Madrugada con convicción de cristianos y con orgullo de jaeneros. Actualizando las hermosas tradiciones religiosas a las que dieron vida y sentido vuestros abuelos, los padres de vuestros abuelos y las muchas generaciones de cofrades y jaeneros que hoy procesionan por los cielos revestidos de la túnica angelical y sutil de Jesús Nazareno.
Vivid la Madrugada a corazón abierto, con piedad de cristianos viejos y sentimiento de cofrades auténticos.
Y desde esa perspectiva, vividla repitiendo si es posible en vuestros adentros, aquella hermosa saeta que cada madrugá todavía oímos cantar en los cantones de la Puerta de Graná, cuando pasa la imagen paternal y misericordiosa del Divino Nazareno y que ahora podría servirnos de broche coral para cerrar este pregón:
“…Padre Jesús Nazareno,
mira si es grande mi amor,
que por dar luz a tus ojos,
que por dar luz a tus ojos,
¡me crucificara yo!..”.